El balance económico de los cuarenta años de democracia en España que se celebran estos días es bastante positivo: la renta per cápita se ha duplicado en términos reales, lo que nos ha permitido ir convergiendo con Europa, a pesar de que la población ha crecido un 30% (básicamente, inmigrantes) y de que hemos vivido en crisis económica casi un tercio del tiempo transcurrido. Ademas, la desigualdad social se ha reducido gracias a los servicios públicos de bienestar puestos en marcha, como se detalla en el estudio “La economía española cumple 40 años en democracia”, dirigido por mi en Llorente y Cuenca.
La transición política coincidió con la primera crisis de precios del petróleo cuyos efectos negativos duraron hasta que en 1985, coincidiendo con el ingreso en las instituciones europeas, se inicia un periodo largo de recuperación que se interrumpe en 1993 cuando la crisis del sistema monetario europeo, motivada por los efectos inflacionistas de la unificación alemana, elevaron los tipos de interés en toda Europa. El acuerdo de Maastricht sobre la construcción de la moneda única permitió una rebaja sin precedentes de los tipos de interés y, con ello, una nueva recuperación que duró en España, en forma de burbuja inmobiliaria, desde 1994 hasta 2008. A partir de entonces, hemos vivido la mayor crisis económica de la democracia y la actual recuperación.
A pesar de los ciclos vividos, la economía española no ha sido capaz, salvo unos pocos años en plena burbuja, ni de crear todo el empleo que necesitábamos, ni de equilibrar las cuentas públicas. Así, aunque hoy trabaja más gente que en el franquismo, la tasa de paro se ha mantenido por encima del 15% en la mayoría de los años de democracia (el doble que la tasa de la eurozona) y, salvo los tres años anteriores a la ultima crisis, hemos cerrado con déficit el presupuesto del Estado todos los demás años. Ello apunta a dos de los problemas estructurales que arrastramos: el paro (que no es solo cuestión del mercado laboral, como demuestra las muchas reformas realizadas) y un sector publico importante, con un sistema más equitativo de ingresos y de gastos gracias a las leyes aprobadas, pero que debe mejorar su eficiencia.
En estos cuarenta años, la economía española ha vivido tres cambios estructurales de gran importancia: ha incrementado su sesgo hacia la terciarización, ha dado un gran salto adelante en apertura exterior e internacionalización y ha visto como el Estado adquiría gran peso económico. En términos de Contabilidad Nacional, el sector servicios ha aumentado su participación sobre el PIB desde el 53% hasta el 68%, mientras que la industria ha caído a la mitad, en un cambio que se nota, todavía más, en términos de empleo ya que hoy, casi el 76% de los ocupados lo son en el sector servicios. Por su parte, el grado de apertura de nuestra economía se ha duplicado, a golpe de exportaciones, hasta el 60% actual, mientras que las empresas españolas con inversiones permanentes fuera han pasado de casi cero, a más de 2.500. Mientras, los ingresos públicos sobre un PIB creciente, han subido 13 puntos, con elevado protagonismo de los impuestos sobre la renta, patrimonio y capital, mientras que los gastos, sobre todo los de pensiones y sanidad, han incrementado 18 puntos porcentuales su peso.
El problema central de nuestra economía durante estos cuarenta años y que sigue vigente hoy, ha sido y es nuestra baja productividad. No hablo de la productividad “mala” (la que mejora la producción a costa de reducir empleo), sino de la “buena”, llamada productividad total de los factores, aquella que mejora producción y empleo gracias a avances en tecnología, capacidad organizativa y de gestión empresarial. Nuestras empresas no han sido capaces de mejorar la productividad al ritmo al que lo han hecho otros países europeos y, por tanto, ni han creado todo el empleo que necesitábamos, ni han generado la capacidad suficiente (salarios+beneficios) para financiar el crecimiento que hemos tenido y que solo ha sido posible gracias a fondos obtenidos por fuera del normal proceso productivo: grandes transferencias netas de la Unión Europea y, sobre todo, crédito bancario, gracias a los largos periodos de tiempo en que hemos disfrutado de tipos de interés reales negativos y acceso a la financiación exterior. En ese sentido, se puede decir que durante esas cuatro décadas hemos crecido por encima de nuestra productividad, es decir, de nuestras capacidades. Como quiera que, además, los costes laborales unitarios, salvo en este momento, han venido creciendo por encima de la productividad, nuestra competitividad exterior se ha venido deteriorando hasta el momento actual en que, tras la llamada devaluación interna, hemos recuperado casi el 80% de la perdida tras el ingreso en el euro.
Alguno dirá que este análisis es demasiado agregado. Que hay empresas, de todos los tamaños, con elevada productividad, bien gestionadas, que innovan y que compiten en los mercados internacionales no por ser más baratos, sino por hacerlo mejor. Y es verdad. Pero ese enfoque no debe hacernos olvidar que la mitad de nuestro tejido empresarial, medido por producción y empleo, es manifiestamente mejorable, estando necesitado de mayor tamaño, mejor financiación, una gestión más profesional, más esfuerzo innovador y uso de las nuevas tecnologías. Proteger a este ultimo sector, mayoritario hace cuarenta años, ha condicionado toda la política económica de todos los gobiernos. Tal vez, ha llegado la hora de cambiar esto y en lugar de priorizar la supervivencia de las empresas menos capaces a costa del bienestar colectivo, hay que exigirles que den el salto adelante que el pais necesita. Y ayudarles a ello, como hicimos cuando el ingreso en el Mercado Común o con la reconversión industrial. Eso representaría todo un cambio en la política económica actual, falta del impulso reformista que, afortunadamente, sí tuvieron otros gobiernos en nuestra democracia.