Poca repercusión ha tenido el primer documento oficial del Gobierno en el que se reconoce lo contrario de lo que han venido diciendo en las campañas electorales y en el Parlamento: que la reforma de las pensiones aprobada en solitario por la mayoría absoluta del Partido Popular en 2013, significa un importantísimo recorte en la cuantía de las mismas.
En el lenguaje burocrático de la Actualización del Programa de Estabilidad 2017-2020 enviado a Bruselas, se calcula el «ahorro por la reforma» en una curva creciente que empieza en el 0,8% del PIB en 2020, hasta llegar al 3,4% en 2050, de tal manera que se logra estabilizar el ratio gasto en pensiones/PIB, a pesar de la fuerte presión demográfica derivada del envejecimiento de la población.
Sólo una de las tres piezas claves de la reforma, el factor de sostenibilidad que empezará a aplicarse en 2019, va a implicar que «el 100% del valor de la pensión en 2018 pasará a ser el 82% en 2060». Si, además, añadimos el nuevo índice de revalorización que ya empieza a significar pérdidas anuales del poder adquisitivo y las medidas en favor de un retraso en la edad efectiva de jubilación, es fácil concluir que todo el milagro de una de esas reformas de las que tan orgulloso se siente Rajoy, no es tanto el «garantizar la solvencia futura de nuestro sistema de pensiones» como dice, sino el buscarlo mediante un fuerte empobrecimiento de los pensionistas. ¿No había otra alternativa?
La Seguridad Social acumula un importante déficit: en los Presupuestos para 2017, con cuatro años ya de crecimiento económico, todavía se prevé que el desfase alcance el 1,44% del PIB, después de haberse comido en los últimos años el importante Fondo de Reserva heredado. Sin duda, la crisis internacional de 2008 y la consiguiente destrucción de empleo es una causa fundamental de la delicada situación del sistema. Sobre todo porque esa caída en los ocupados ha sido coetánea con el aumento en el gasto, de la mano del incremento en el numero de pensionistas y, también, del mayor valor de las pensiones de esos nuevos pensionistas que cotizaron sobre unas bases más altas.
Si bien eso explicaría el recurso al Fondo de Reserva durante los peores años de la crisis, no justifica el déficit actual. Y doy dos datos: al cierre de 2016 había ya 500.000 afilados más que en 2011 y prácticamente la misma cantidad de pensiones adicionales, pero el déficit/PIB se ha multiplicado por 10. Y, sobre todo, al cierre de 2016, con más afiliados que en 2011, se recauda menos que entonces.
Por tanto, al mayor gasto en pensiones se ha unido un menor ingreso por cotizaciones como consecuencia de las políticas adoptadas: bonificaciones a la contratación y, sobre todo, a que tras la reforma laboral, más de la mitad del empleo que se ha creado es temporal, es decir, con unas bases de cotizaciones menores.
Hay que abrir el debate sobre los ingresos del sistema, como venimos defendiendo algunos desde hace años (en esta misma columna, varias veces, desde 2009), empezando por revertir aquellos puntos de la reforma laboral que más han deteriorado la calidad y remuneración del empleo.
Pero, además, en un Estado del Bienestar moderno, con una economía digitalizada y robotizada, la cotización de los ocupados no puede seguir siendo el único principio financiador de un sistema público de pensiones. Entre otras cuestiones, porque la propia idea de un trabajo indefinido para toda la vida que ha sustentado el viejo modelo de Seguridad Social, está en transición hacia modelos laborales diferentes, más flexibles, que no quiere decir precarios.
Algunos países han ido en esa dirección al entender que, al menos, una parte de las pensiones se vincule a la riqueza social media a través de los impuestos generales. Por citar dos de los más importantes: Alemania financia el 27% de sus pensiones públicas con impuestos generales y Francia extrae un 20% gracias a su Contribución Social Generalizada.
El Gobierno ha manifestado su disposición a entrar en el debate sobre los ingresos cuando, de manera no oficial, ha planteado la posibilidad de que las pensiones de viudedad y orfandad, que representan 23.000 millones de euros anuales, salgan de las cuentas de la Seguridad Social y pasen a ser financiadas por los Presupuestos Generales del Estado.
Aunque el PSOE y otros grupos de la oposición discrepan por temer que eso las transforme en asistenciales, resulta obvia la necesidad de incorporar cambios en los ingresos en un debate serio sobre la reforma de las pensiones. Porque no hacerlo, como ha ocurrido hasta ahora, sólo lleva a aprobar medidas asimétricas e injustas que reducen el gasto perjudicando a los pensionistas. En cambio si se incluyeran en el marco general de una reforma también de ingresos, serían menos duras o innecesarias. Y esa reforma integral de las pensiones, ésa que no habla sólo de recortes, sigue pendiente. ¿Encontrarán tiempo el Gobierno y las oposiciones para un asunto tan importante?