Pasada la semana del 60 aniversario de la firma del Tratado de Roma deberemos empeñarnos en salvar el proyecto de integración de aquellos que propugnan su destrucción para regresar a unas fronteras de naciones pequeñas, supuestamente más seguras, pero incapaces de hacer frente a los desafíos planteados por la globalización.
Pese a todos los problemas, insuficiencias, deficiencias, asimetrías, injusticias o errores que podamos relatar de la Unión Europea, formar parte de ese club es infinitamente mejor para los ciudadanos que quedarse fuera del mismo. No tengo tan claro que sea lo mismo para esas grandes empresas que quieren mover libremente sus recursos por todo el mundo sin rendir cuentas a nadie. Seguramente, para todas aquellas firmas transnacionales, mayormente norteamericanas, que han tenido o tienen conflictos con la Comisión por las normas fiscales o medioambientales comunitarias, su cuenta de resultados mejoraría mucho si no existiese la UE y las negociaciones tuvieran que hacerse con las autoridades nacionales de cada país. Pero, para los ciudadanos europeos, el coste de salirse de la mayor entidad supranacional del mundo es muy superior, como pronto contemplarán los británicos.
Comprendo, incluso comparto, una buena parte de las críticas al proceso actual de mundialización de la economía. Pero defiendo no una imposible vuelta atrás al proteccionismo nacional sino más bien un avance en la gobernanza mundial de la economía. Y en ese camino, pese a todos sus problemas, el proyecto más elaborado y avanzado que existe es la imperfecta Unión Europea.
En economías de la primera revolución industrial, con elevados costes de transporte, la construcción de un mercado nacional protegido que actuara de demanda suficiente para los productos industriales recién producidos por el capitalismo incipiente fue la primera tarea del Estado-nación. En la nueva economía de las cadenas globales de valor, el abaratamiento del coste del transporte y de las comunicaciones instantáneas gracias a las nuevas tecnologías, y la lógica del mercado y de la producción adquieren una dimensión mundial.
Entonces, la nación como unidad económica de referencia queda empequeñecida e inútil, incluso, para proteger o compensar a los perdedores porque lo operativo, junto a una economía a escala global, es una gobernanza a escala global, todo lo contrario de lo que dicen quienes reclaman un regreso a las viejas fronteras nacionales. Así, aunque el Tratado de Roma iniciara sus pasos en plena Guerra Fría, adquiere toda su validez en plena globalización económica cuando nos ponemos a buscar modelos de gobernanza de la misma. Y justo entonces, cuando adquiere un nuevo sentido, es cuando entra en una de sus mayores crisis operativas (bloqueo) e, incluso, existencial (antieuropeismo y movimientos de salida). ¿Por qué?
No comparto la idea de que el Tratado de Maastricht (en cuyas deliberaciones participé como joven asesor de a pie) contuviera importantes errores de diseño. De verdad. Quienes lo firmaron no eran tan ingenuos como para no saber lo que faltaba en el cuadro de mandos. Pero la idea era que, continuando con la teoría de las cerezas que nos había llevado hasta ahí (la integración avanza a pasos pequeños pero irreversibles, que llevan unos a otros), la puesta en marcha de una moneda común forzaría la coordinación económica y presupuestaria y, en definitiva, obligaría a aceptar un importante paso hacia la unión política.
Y eso es, exactamente, lo que ocurrió. Al poco de la entrada en vigor del euro se iniciaron, en 2003, los trabajos sobre la elaboración de una Constitución Europea que englobaría un gran Salto Federal en las políticas y en la gobernanza de la Unión. ¿Qué pasó? Que sometida dicha Constitución a referéndum en algunos países como parte del proceso de ratificación nacional, fue rechazada tanto en Holanda como, sobre todo, en Francia, por una exigua mayoría de votantes en mayo/junio de 2005. Tras este fracaso, el proceso previsto de integración encalló siendo suplido por un descafeinado Tratado de Lisboa, dos años después. Desde entonces, nada volvió a ser lo mismo y, sobre todo, se quebró la relación entre ciudadanos y el proyecto. Pero importa resaltar que el avance hacia una mayor y más coherente integración europea no fue frenado por los países recién incorporados provenientes del antiguo bloque comunista del este europeo, sino por los votantes de dos países de vieja tradición europeísta.
Avanzar ahora sí. A varias velocidades si hace falta para que los que no quieran, no puedan impedir su marcha a los que quieran. Pero el problema no está fuera. Está dentro de cada país, con aquellos que convierten el descontento en demagogia peligrosa propugnando falsas soluciones. Más Europa es, hoy, la única manera de tener una mejor Europa. Y eso es lo mas positivo para sus ciudadanos porque, a pesar de todo, la alternativa es peor. Mucho peor. Pero cuando lo descubramos, será tarde.