Esperando red…

Escrito a las 7:30 am

Foto: elmundo.es/DAVID GÜIZA DÍAZ

¿Cuál es la responsabilidad de una persona electrónica (robot) cuando adopta decisiones autónomas que inciden sobre terceros? Esta pregunta ha dejado de formar parte de la ciencia ficción para encarnar una reciente resolución aprobada por el Parlamento Europeo, que tiene la enorme virtud de incidir sobre un aspecto poco desarrollado en el amplio debate desatado al calor de los rápidos avances tecnológicos sobre la imparable robotización de nuestra sociedad. Hasta ahora, ha primado el análisis de la cantidad y calidad de trabajos realizados por humanos, que pasarán a ser realizados por robots, así como las consecuencias de ello sobre aspectos como las pensiones, el paro o la desigualdad salarial.

Pero se ha hablado menos de la responsabilidad civil de esos agentes que interactúan con su entorno con cierta autonomía, de la conveniencia de establecer un seguro obligatorio para los robots o de crear una personalidad jurídica específica para ellos que, junto a su código de conducta, regule los derechos a la intimidad, que deberán respetar, por ejemplo, en el caso de aquellos diseñados para trabajar en los domicilios privados como cuidadores o como asistentes.

El debate cobra pleno sentido porque la intensidad y velocidad de los acontecimientos englobados bajo la denominación de Cuarta Revolución Industrial, sobre todo, el big data y el llamado Internet de las Cosas, representan un salto cualitativo que nos enfrenta no sólo a cómo queremos vivir en sociedad, sino, incluso, a quiénes somos los sapiens como especie. La tecnología ha ido evolucionando desde los aparatos que permitían sustituir trabajo humano o, más específicamente, fuerza humana, a los que ayudaban en la realización de tareas repetitivas fácilmente capturables por algoritmos.

Inteligencia humana vs robotización

El gran salto se produce, sin embargo, cuando es posible para una máquina, robot o programa informático, realizar tareas humanas no repetitivas y, además, hacerlas mejor que los humanos gracias al análisis de grandes bases de datos y a su conectividad con otras máquinas, lo que les permite aprender y, por tanto, mejorar, ganando en autonomía y haciéndoles capaces de tomar decisiones, conduciendo un coche o en un quirófano. Es decir, sustituyen no sólo trabajo, sino inteligencia humana, hasta el punto de cuestionar cuáles son las cualidades que definen, con carácter diferencial, a un ser humano.

Cuando hablamos de algo así, enseguida pensamos en puestos de trabajo perdidos para los humanos porque las máquinas (robots) los desempeñan no sólo de forma más barata, sin convenio colectivo ni vacaciones, sino con más precisión y menos errores. En ese sentido, hay que prestar atención al informe realizado por el servicio de estudios de CaixaBank, según el cual «un 43% de los puestos de trabajo actualmente existentes en España tiene un riesgo elevado (con una probabilidad superior al 66%) de poder ser automatizados a medio plazo».

Aunque es cierto que, como señala el mismo informe, los robots tienen menos opciones en trabajos relacionados con «la inspiración, la intuición y la creatividad», es legitimo pensar que no hay tantos trabajos relacionados con tareas que requieran esas cualidades que parecen, de momento, más humanas que robóticas. Por tanto, es obvio que estamos ya viviendo en sociedades que siguen definiéndose como humanas, pero en las que ya no hace falta que trabajen todos los seres humanos con capacidad y disposición de hacerlo. Y que esta tendencia irá a más, afectando de manera más directa no sólo a quienes desempeñan trabajos con alto contenido en fuerza, repetitivos, o poco cualificados.

Un futuro incierto

A partir de esa evidencia, muchos se plantean cómo podremos seguir viviendo como sociedad, cuando las máquinas desplacen a millones de seres humanos de sus puestos de trabajo. Y hay dos enfoques de este asunto: en el primero de ellos, hay quienes buscan fórmulas que nos permitan seguir viviendo de una manera muy parecida a la actual -aunque, tal vez, con mayor desigualdad- y hablan de que surgirán otros trabajos que hoy no conocemos; o piden que los robots paguen cotizaciones sociales o, incluso, proponen que se compense con una especie de renta básica a quienes pierdan su trabajo. Todo para mantener una estructura social muy similar a la que existe hoy.

Pero hay otra forma de verlo: como una oportunidad para organizarnos colectivamente de otra manera, rompiendo la identidad entre derecho a la subsistencia y obligación de trabajar, redistribuyendo equitativamente la nueva riqueza, socializando los frutos de los avances tecnológicos y haciendo que su desarrollo e implantación repercuta en una mejora de la calidad de vida de todos los seres humanos y no sólo de los dueños de los robots o de sus inventores.

Tenemos al alcance de unas décadas, como nunca antes, la posibilidad de que el trabajo deje de ser una maldición, permitiendo -como ya soñó Keynes en 1931- que las máquinas hagan el grueso del mismo y dedicarnos los sapiens a la actividad creativa en una especie de Nueva Atenas, donde los robots harán el trabajo que allí hacían los esclavos (incluyendo la aburrida burocracia), pero con una personalidad jurídica específica y dejando a los humanos las altas actividades propias de ciudadanos libres. La actual revolución tecnológica cuestionaría así no sólo quiénes somos, sino también cuáles son los fundamentos sobre los que está constituida nuestra actual estructura social.

Esta utopía genera, sin duda, muchas resistencias. Culturales y de intereses. Pero, sobre todo, la de aquellas empresas a las que nuestra elevada dependencia de la tecnología en red les ha colocado en un lugar de poder similar al que tuvo la OPEP en los años 70, controlando la principal fuente de energía de entonces, el petróleo. ¿Se imaginan que cuando todos dependamos totalmente de los robots, un día, se cae el sistema… y el oligopolio de empresas que lo controla nos exige una fuerte subida de precios de acceso para recuperarlo? Varios días, esperando red. Peor que un ciberataque. Y los gobiernos, a por uvas.

Publicado en elmundo.es el 19 de marzo de 2017

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