Hubo un tiempo en que la izquierda señaló la desigualdad social como el principal problema para el desarrollo del ser humano, porque daba lugar a abusos (explotación, pero también alienación) que consideraba inaceptables. Dado que situó el origen de dicha desigualdad en la existencia de propiedad privada hereditaria, la única forma de acabar con ella era socializar los medios de producción para que sus frutos se distribuyeran según la contribución al nuevo producto. Capacidades y necesidades serían, entonces, los criterios de reparto de la renta, sustituyendo al viejo reparto en función de los derechos de propiedad sobre la riqueza. Así, alcanzar la igualdad social sería posible, aunque exigiera suprimir la libertad de propiedad privada mediante una revolución mundial dirigida por la clase que nada tenía que perder.
Stalin nos vacunó contra una versión extrema de este enfoque al demostrar que un aparato productivo del que nadie se siente dueño porque es de todos y donde las decisiones se adoptan sin más incentivos ni controles que ajustarse a un plan elaborado en los despachos centrales del ministerio, es altamente ineficiente, ya que deja muchas necesidades sin cubrir y desaprovecha demasiadas capacidades. Además, tampoco es compatible con el mantenimiento del resto de libertades individuales. La dictadura del proletariado, lejos de ser una inevitable aunque breve fase transitoria hacia el paraíso, tiende a perpetuarse, convertida en una dictadura a secas. Suprimir la propiedad privada no garantizó, pues, una mayor igualdad, pero sí que acabó con la libertad. El comunismo soviético se desplomó así, sin igualdad, ni libertad.
La socialdemocracia europea intentó otra aproximación: si queremos que haya libertad real para todos, necesitamos que exista un mínimo de igualdad social mediante el acceso universal a un conjunto de bienes y servicios básicos que se distribuyen en función de las necesidades de los individuos y no de su poder de compra. Sanidad, desempleo o pensiones son, por ello, derechos y no mercancías. Además, hay que asegurar un mínimo de igualdad de oportunidades para los niños a través de la educación, de tal manera que el talento y su esfuerzo personal sean tenidos en cuenta para que su vida no quede totalmente determinada de forma aleatoria por la riqueza de la familia en la que nace.
Financiar esta mayor igualdad, necesaria para ensanchar el campo de la libertad individual, no exige socializar los medios privados de producción, pero sí ponerles limites mediante impuestos y una fuerte regulación y supervisión estatal. Así, se acepta la propiedad privada por los incentivos de eficiencia que genera a la producción pero se la complementa desde lo público, a veces, de manera muy restrictiva, pudiendo incluso llegar a la expropiación legal. Crecer se hace (mayoritariamente) regulando lo privado, pero se distribuye mediante la negociación con los sindicatos en la empresa y, luego, se redistribuye con ayuda de lo público en una dinámica complementaria que se va reequilibrando a lo largo del tiempo y de las circunstancias.
Ese pacto entre libertad e igualdad, al que llamamos Estado del Bienestar, se mantuvo en el marco de las fronteras nacionales, pero solo en los países más avanzados del bloque no soviético. Y empezó a saltar por los aires cuando la globalización económica debilitó el necesario control del Estado-nación. Con la libertad de movimiento de capitales, la tributación nacional de los beneficios empresariales se complica y la secuencia clave de todo el edificio, según la cuál los beneficios hoy de la inversión privada son los impuestos que financian el Estado del Bienestar y el empleo de mañana, se resquebraja. Cuando el capital se hace nómada, las empresas transnacionales invierten donde quieren, pagan impuestos donde pueden y generan empleos donde les es más rentable. Si, además, el proceso va acompañado de un retroceso del papel estatal mediante una intensa desregulación y liberalización de la economía, como la que vimos en los años previos a la crisis financiera mundial de 2008, el pacto socialdemócrata salta por los aires.
La izquierda tiene que reconstruir hoy su mensaje a partir de ahí. Manteniendo en lo que pueda, que es mucho, el edificio construido, pero siendo consciente de que ha cambiado la lógica subyacente que le dio soporte. La primera decisión tiene que ver con esto: ¿reconocemos en la globalización un proceso que tiene problemas y freno, pero no marcha atrás y, por tanto, insistimos en la necesidad de una gobernanza mundial de la misma, o pedimos un regreso a las fronteras del viejo Estado-nación? El proteccionismo antiglobalización está ya ocupado por populismos de signos contrarios. ¿En qué espacio geográfico y social tiene que buscar la socialdemocracia su nuevo equilibrio entre libertad e igualdad?
Tanto para conservar lo conseguido en el terreno nacional como para ensancharlo al proceso mundial de producción, sin ir en contra de los desfavorecidos de otros países, la socialdemocracia debe actualizar el sentido de los instrumentos utilizados hasta ahora. La nueva dimensión del problema igualdad/libertad en un mundo globalizado exige una profunda revisión de la perspectiva tradicional respecto a lo público y lo privado; el Estado y las empresas; lo nacional y lo internacional; los impuestos y la politica social; la producción y el medio ambiente. Y, sobre todo, obliga a vigilar que las decisiones egoístas de la generación presente no acaben por asfixiar las posibilidades de las generaciones futuras, especialmente en lo que tiene que ver con la deuda (pública y privada) y con el clima.
En un mundo global, en permanente cambio tecnológico, la socialdemocracia debe redefinir los cuadrantes temporales (hoy/mañana) y espaciales (nacional/mundial), si quiere mantener sus señas de identidad. Muchos se movilizan hoy para paliar los peores efectos de la desigualdad y, en especial, la pobreza o los desahucios. Pero solo el socialismo debe mantener en su programa luchar contra las causas sociales (evitables) de la misma. Creo.