Antes de la Comisión Gestora, la veintena de expertos que asesora al PSOE en asuntos sociales elaboró una detallada propuesta para crear una nueva prestación de la Seguridad Social a la que llamamos Ingreso Mínimo Vital. La idea surgió tras el análisis del elevado nivel de ciudadanos en riesgo de exclusión social, con alta probabilidad de cronificarse, entre otras cosas, porque no existen mecanismos adecuados para combatir esta pobreza de nuevo cuño. Una realidad vinculada a la crisis, pero que tiene un trasfondo más profundo ya que inciden también la globalización y las sucesivas revoluciones tecnológicas en marcha, que desestructuran nuestro mercado laboral.
Los impulsores políticos del Estado del Bienestar en España elaboramos, pues, una iniciativa de lucha contra un nuevo tipo de pobreza a la que dimos cauce, entonces, en el Congreso de los Diputados, en el programa electoral de 2015 y 2016 e, incluso, en el acuerdo de Gobierno que firmamos con Ciudadanos. En paralelo, los dos sindicatos mayoritarios del país promovieron una Iniciativa Legislativa Popular que, respaldada por la firma de 693.000 ciudadanos, cuyo objetivo es «el establecimiento de una prestación de ingresos mínimos en el ámbito de protección de la Seguridad Social». Por su parte, otros grupos políticos han propuesto soluciones diferentes, como un complemento salarial financiado por el Estado (Ciudadanos) o la creación de una renta básica (Podemos). No estamos pues ante una ocurrencia aislada, ni ante algo que sea estrictamente novedoso. Modestamente, en mi libro De nuevo socialismo (2002) ya dediqué un epígrafe a la Renta Básica de Ciudadanía y funciona, desde hace años, una Red Europea de Renta Básica.
Aunque existen discrepancias profundas respecto a quienes tendrían derecho a percibir un ingreso mínimo, en qué condiciones y, sobre todo, a cambio de qué obligaciones, el debate hoy no se inscribe en el tópico del Derecho a la pereza defendido por Lafargue en el siglo XIX sino, más bien, en el Derecho a la existencia que el profesor Raventos viene explicando entre nosotros desde, al menos, 1999. Y conecta con la reflexión mundial abierta por Rawls cuando propone que una sociedad justa debe definir un paquete básico de bienes y servicios públicos, iguales para todos, y que retomó el filósofo y economista van Parijs en su análisis de las condiciones necesarias para que exista una libertad real para todos, revisitado luego por los defensores de la libertad como no dominación.
El liberalismo vinculado a la Ilustración asentó la idea de que existen unos derechos políticos aplicables con independencia de la posición social de los individuos: los de reunión, expresión, manifestación o voto, aunque este último, iniciado de manera muy restrictiva (barón, blanco y con un patrimonio), ha necesitado años de lucha para ensancharlo al sufragio universal actual. Con todo ello, pasamos de súbditos a ciudadanos. La social democracia, aupándose sobre esta concepción históricamente revolucionaria, acuñó la idea de ciudadanía social y propuso, además de los derechos políticos, unos derechos sociales que debían garantizarse también a todos por igual: sanidad, educación, desempleo, pensiones… Así, la tradicional pugna entre libertad e igualdad que se encerraba en estas concepciones clásicas, se ha superado, al insistir en que una verdadera libertad que permita a cada uno llevar adelante su proyecto de vida exige tener asegurado un acceso igualitario a un paquete universal de bienes y servicios que garanticen una vida digna. Es decir, una cierta igualdad material es imprescindible para que exista una verdadera libertad individual. Por ello hace falta incluir hoy, además de la sanidad, educación, etc., un derecho a la subsistencia mediante alguna variante de ingreso mínimo garantizado.
En España, un pensionista que no tenga derecho a una prestación contributiva, cobra una no contributiva. Un parado con cargas familiares a quien se le ha acabado el derecho a la prestación por desempleo, puede percibir un subsidio. Una persona en situación de exclusión social, podría acceder a una renta mínima de inserción. Son tres instrumentos que, más allá de que necesiten mejorarse y reforzarse mucho, configuran ya una red de garantías de renta, que va más allá de los servicios gratuitos que presta el estado del bienestar. El problema es que dicha red es imperfecta, insuficiente y tiene demasiados agujeros. Necesita por tanto una reflexión global sobre si caminar o no, a medio plazo, hacia una renta básica garantizada de tal manera que quienes no la puedan obtener en el mercado, tampoco por ello queden atrapados en la pobreza y en la exclusión social.
Y, mientras tanto, necesita complementar lo existente con una nueva prestación como la citadas al principio del artículo. Ante propuestas novedosas como ésta, quienes quieren conservar lo existente señalan un coste presupuestario inasumible o un efecto negativo sobre los incentivos a trabajar. Ocurrió ya ante la idea de una sanidad universal (todavía a debate en EEUU), un sistema potente de apoyo a los dependientes o la creación de las pensiones no contributivas. Pero el debate pertinente debería centrarse en cómo y no en por qué, sobre todo, cuando hablamos de rescatar personas, después de haber destinado 60.000 millones de euros públicos al rescate de las Cajas.
La próxima semana asistiremos a un importante debate en el Congreso de los Diputados sobre la toma en consideración de la propuesta sindical de ingresos mínimos. Me gustaría ver al PSOE, que ya ha dicho que apoyará su tramitación, hacerlo por convicción y no por tacticismo electoral. Y me gustaría que la actual Gestora llevara al próximo Congreso del Partido el debate más amplio y más complejo sobre la renta básica de ciudadanía como evolución natural de los mismos principios que nos llevaron a defender, hace tiempo, el estado del bienestar.