Si la Fundación del Español Urgente -Fundéu BBVA- me hubiera preguntado, mi propuesta para palabra del año 2016 hubiera sido desigualdad. Tal vez por ello me agradó especialmente que en su discurso navideño el Rey pidiera, de forma explícita, que la actual recuperación ayude a «corregir las desigualdades -así como- a fortalecer la cohesión». Sobre todo, porque no haberlo hecho hasta ahora es, precisamente, lo que explica que, al final, la palabra del año elegida en España haya sido populismo.
Aunque no se puede decir que la desigualdad social sea algo surgido de la reciente crisis económica internacional, las actuales realidades asociadas a la mundialización de la economía y a los estragos causados por unos mercados financieros desregulados y voraces han cambiado de forma radical los términos de un debate con profundas raíces en nuestra tradición. Así, hoy, organismos internacionales incuestionables como el Fondo Monetario, el Banco Mundial o la OCDE han reconocido, tras sesudos análisis cuantitativos, cinco cosas sobre las que existe un amplio consenso.
Primera, la globalización ha reducido la pobreza extrema en el tercer mundo pero la ha incrementado en los países del primer mundo. Segundo, en todos ellos ha aumentado la desigualdad. Tercero, que la revolución tecnológica en marcha está afectando negativamente a los trabajadores menos cualificados que ven peligrar sus puestos de trabajo, sin alternativas evidentes en sus propios países. Cuarto, la desigualdad creciente repercute de manera negativa sobre el crecimiento de una economía capitalista basada en el consumo privado. Y quinto, pobreza y desigualdad crecientes en el primer mundo generan amplia desafección ciudadana respecto a unas instituciones democráticas que muchos ciudadanos sienten que les dan la espalda, mientras que los populismos parecen ofrecerles -falsas- soluciones y, en todo caso, -falsos- culpables.Nadie discute seriamente que la pobreza y la desigualdad han crecido en España en la última década. El dato más reciente lo acaba de aportar la OCDE en un estudio donde demuestra que España se sitúa al frente de la desigualdad salarial entre los países avanzados ya que los recortes, aunque generalizados, se han centrado en los salarios más bajos. Y ello, a pesar de la recuperación. Sin embargo, ya antes de la crisis, las organizaciones especializadas señalaban la existencia de un elevado nivel de ciudadanos que vivían en España situaciones de pobreza.
El Informe Foessa, por ejemplo, elaborado desde Cáritas, señalaba que en 2007, en plena burbuja inmobiliaria, un 17% de la población estaba en situación de exclusión social. Hoy, ese porcentaje ha subido hasta el 25% y los datos que vamos conociendo día a día -sobre ese 75% de parados que no cobran prestación, 2.300.000 niños que viven por debajo del umbral de la pobreza, índice de Gini o el Arope o los millones (sí, millones) de personas que son atendidas por los servicios sociales públicos o por las ONG como Cruz Roja, Cáritas o Intermón Oxfam- hacen innecesario extender el análisis para demostrar la tesis que algunos expertos matizan al señalar que en estos años ha crecido más la desigualdad de riqueza que la de rentas.
¿Es solo un efecto secundario de la crisis económica? La respuesta a esta pregunta no tiene interés meramente académico, ya que quienes piensan que sí consideran que no hace falta hacer nada especial, ni diferente, ya que la simple recuperación del empleo acabará por reducir, poco a poco, la brecha abierta durante la recesión. Por su parte, quienes contestamos «no» estamos obligados a proponer medidas concretas que no solo palien los efectos más negativos sobre las personas, sino que ayuden a corregir las causas de fondo que generan ese crecimiento de la pobreza y la desigualdad.
Es verdad que el paro masivo asociado a la crisis ha disparado los niveles de pobreza y desigualdad en España. Pero no solo. También han contribuido a ello las políticas públicas puestas en marcha durante estos años: una reforma laboral que ha rebajado salarios y ha precarizado la contratación hasta límites insospechados -llegando a crear la categoría de trabajadores pobres-, una política tributaria que amnistiaba a los defraudadores o eximía de impuestos a la riqueza patrimonial, o unos recortes en políticas sociales que han reducido la tasa de cobertura del desempleo o han impuesto un copago farmacéutico a pensionistas con bajos ingresos de los que, a menudo, vivía toda la familia.
No es casualidad, por tanto, que en unos años en que se adoptaron medidas políticas dirigidas conscientemente a desequilibrar la negociación colectiva en favor del empresario -predistribución- y, a la vez, a recortar la capacidad del Estado del bienestar mediante políticas llamadas de austeridad -redistribución-, la pobreza y la desigualdad hayan crecido en España. Estos cambios en las reglas de juego de nuestro sistema social y económico son, precisamente, las que explican por qué la simple recuperación de la actividad y del empleo no serán suficientes, esta vez, para reducir la pobreza y la desigualdad hasta niveles aceptables.
Durante décadas hemos vivido en España con la convicción de que pobreza y desigualdad eran asuntos de los que se ocupaban los poderes públicos y que afectaban a un reducido número de personas con dificultades especiales. Hoy ninguna de esas dos afirmaciones es cierta. Hablamos de un fenómeno masivo que le puede suceder a mucha gente integrada hasta entonces en la clase media y del que parece que no importa mucho a una sociedad -empresas y estado- que no quiere como trabajadores a una parte sustancial de nuestros jóvenes o de mayores de 52 años, a los que obliga a acogerse a redes de protección privadas, sea la familia o a las ONG. Tenemos un elevado riesgo de cronificación del problema, a niveles incompatibles con una sociedad democrática. Por eso es urgente hacer algo. Lo pide hasta el Rey.