Sorprende la cantidad de expertos en la Cuba castrista que han salido desde la muerte de Fidel. Declaro no ser uno de ellos, aunque en mi lejana juventud también colgué el póster del Che en mi habitación, leí sus diarios y ensayos en plena dictadura franquista y memoricé trozos de La historia me absolverá de Castro.
Más tarde, desde el Gabinete de Presidencia del Gobierno, tuve relación con el equipo asesor que González ofreció a Fidel, a principios de los 90, para el proceso de reformas económicas pilotado, entonces, por Carlos Lage.
En paralelo, tras años de analizar las transiciones teóricamente inevitables del capitalismo al socialismo, sentí la necesidad de estudiar las transiciones, tan imprevistas como reales, que desde el comunismo se han ido produciendo hacia el capitalismo, según dos modelos: el chino, con férreo inmovilismo político en su sistema dictatorial, pero grandes avances hacia un peculiar capitalismo en lo económico; y el ex soviético, con rápida implantación de constituciones (más o menos) democráticas en lo político y caóticas transformaciones hacia un sistema (más o menos) de propiedad privada y libre mercado.
«El Gobierno cubano reconoce que su modelo económico necesita actualizarse»
Desde la caída del muro de Berlín en 1989, todos los países con sistemas económicos socialistas se han visto empujados hacia una u otra propuesta, porque seguir como hasta entonces se convirtió en imposible, sobre todo, en sitios como Cuba, muy dependientes de la ayuda externa recibida de la antigua URSS. Después del fracaso de aquella primera transición que, no obstante, dejó la figura del cuentapropista y algunos hoteles extranjeros como herencias más visibles, la llegada de Raúl Castro a la máxima autoridad de la isla impulsó un nuevo proceso de reformas controlado, esta vez, por las fuerzas armadas y con aspectos muy visibles como el permiso para adquirir teléfonos celulares (2008); el acceso limitado a Internet (2009); o la compraventa autorizada de casas y autos (2011). El objetivo último de todos estos cambios económicos es sencillo: Cuba necesita duplicar la actual tasa media de crecimiento del 3% anual del PIB.
Todo ello requiere financiar importaciones de productos básicos, como petróleo y alimentos, para las que no genera suficientes divisas, en gran parte como consecuencia del unilateral bloqueo decretado por EEUU en la Ley de Asistencia Exterior (1961) y la Proclama Presidencial 3447 emitida por Kennedy (1962) y cuyo coste total para la isla ha sido calculado por el gobierno cubano en 125.000 millones de dólares corrientes.
El sector exterior actúa, pues, como un freno al crecimiento de la economía, por lo que buena parte del proceso de reformas va orientado a conseguir divisas a través del acceso al crédito comercial internacional. Para ello, ha sido fundamental la renegociación de la deuda oficial en 2015 y la reestructuración de la privada, con quitas, en el Club de París; fomento de las exportaciones de bienes (refino del petróleo venezolano o níquel) y servicios (turismo), así como atraer inversión extranjera mediante las leyes de la Zona Especial de Desarrollo de Mariel (2013) y la de Inversiones extranjeras (2014).
La segunda pata de las reformas va dirigidas a mejorar la productividad de la economía, es decir, introducir métodos gerenciales modernos aprovechando la incorporación de las nuevas tecnologías; y fortalecer la autonomía de gestión en las empresas públicas, lo que obligará a reducir empleo en este área y, de forma simultánea, potenciar el sector no estatal de gestión en sus dos vertientes: autónomos (hay unos 500.000 trabajadores por cuenta propia) y las cooperativas no agropecuarias de las que hay constituidas casi 300 desde su regulación en 2012.
El discurso oficial de las autoridades cubanas reconoce que su modelo económico necesita «actualizarse». Pero son muy críticos con la lentitud del proceso y, sobre todo, con los excesos de una burocracia que ralentiza durante meses decisiones importantes. Hasta ahora, los ritmos y no la dirección de los cambios eran el objeto de los debates internos de unas reformas que, como señaló el embajador cubano en España en un desayuno organizado por Llorente y Cuenca ante empresarios españoles, tienen unos límites claros.
Entre ellos, preservar la actual estabilidad social; insertarse en su modelo económico de planificación más mercado; y limitar la concentración de la propiedad y de la riqueza privadas. Unas reformas, por tanto, que permitan mantener su independencia como país y su sistema socialista, con un fuerte rechazo a todo lo que recuerde volver al pasado, cuando la isla fue el gran casino extraterritorial de EEUU. La desaparición de Fidel, el anunciado retiro de su hermano Raúl en febrero de 2018 y la victoria de Trump, con su previsible reversión de los avances en el desbloqueo de las relaciones bilaterales decretados por Obama, sitúan el proceso de cambio cubano en un momento de alta intensidad.
Después de Castro, será inevitable que se aceleren los tiempos de las reformas, con dos riesgos principales: la transición interna en el liderazgo político, así como los empujones externos provenientes de Miami y de Trump. España tiene mucho que decir, ya que es su tercer socio comercial (después de Venezuela y China); el primer inversor turístico (el 90% de las camas hoteleras de 4 y 5 estrellas son españolas); y la capacidad de aportar en energía, agua, infraestructuras y los sectores financiero y agroalimentario nuestra propia experiencia en transiciones económicas. No podemos perder el terreno conseguido, ni renunciar a ser un protagonista activo del futuro.
El tancredismo con Cuba sería una irresponsabilidad. Que tome nota Rajoy y evite sumarse a lo que venga de las nuevas autoridades americanas (no busque otra foto de las Azores con Cuba) y hágalo, con voz propia, al reciente acuerdo aprobado por la UE.