El nuevo Ejecutivo de Rajoy tendrá que desplegar una política económica muy diferente de la llevada a cabo por el anterior Gobierno de Rajoy. Al menos, si quiere recuperar el tiempo perdido, la cohesión social nacional y la credibilidad internacional. España es de los últimos países europeos en alcanzar los niveles de renta, riqueza, empleo, déficit y deuda anteriores a la crisis financiera internacional de 2008. Este retraso se explica, entre otras razones, por lo equivocada de algunas políticas económicas que han provocado un aumento intolerable de la desigualdad. Lo cierto hoy es que, pensemos lo que pensemos sobre el tiempo pasado, las acciones del próximo gobierno en economía deberán estar guiadas por principios y contener medidas que representen un giro claro, al menos, en los principales capítulos.
No podremos seguir insistiendo en la devaluación salarial como el bálsamo de Fierabrás. Incluso aquellos que lo han defendido hasta ahora, están llegando a la conclusión de que sus efectos negativos sobre la desigualdad social superan con mucho a las teóricas ventajas competitivas y, además, de que no se puede construir un modelo de crecimiento sostenible sobre la base de ir reduciendo la renta de las familias que son, a la postre, los consumidores que mantienen el crecimiento económico en países como España, donde la demanda interna es clave. Así lo acaba de poner de manifiesto el FMI en su Asamblea en Washington, donde ha relacionado la desigualdad con el ascenso del populismo y del proteccionismo. Pero, sobre todo, lo ha destacado el gobernador Draghi del BCE cuando ha reivindicado expresamente la necesidad de proceder a subidas salariales para impulsar un crecimiento lánguido, demasiado insensible a la expansión monetaria sin precedentes que vivimos.
Traer esta reflexión a nuestro país significa deshacer dos de las piezas esenciales de lo hecho hasta ahora: una competitividad basada en hacer las cosas más baratas (rebajar salarios) y no en hacerlas mejor (innovación), pero, sobre todo, una reforma laboral destinada, no a crear empleo sino a precarizarlo y a debilitar la capacidad negociadora de los sindicatos diluyendo la negociación colectiva como forma de imponer recortes unilaterales de salarios y de condiciones laborales. Si la legislatura que ahora arranca debe favorecer un crecimiento salarial, siquiera moderado, se debe proceder a una profunda revisión de la última reforma laboral y a un refuerzo presupuestario y organizativo de las políticas de I+D+i para desplazar el eje de nuestra competitividad, hacia el valor añadido.
Tampoco podremos continuar haciendo recortes en los gastos del Estado del Bienestar, como principal instrumento para combatir el déficit público. El próximo Gobierno va a tener que decir con claridad que renuncia a los recortes en políticas sociales y que asume la necesidad de mejorar las prestaciones sanitarias, educativas, de dependencia y de lucha contra la pobreza, si no queremos seguir deteriorando la cohesión social nacional. Esta revolución en el gasto público, respecto a lo hecho, no significa renunciar a efectuar recortes. Pero su orientación deberá desplazarse desde recortar gastos que afectan a derechos de los ciudadanos a recortar gastos no suficientemente justificados o gastos internos de funcionamiento del propio Estado y, sobre todo, a la necesidad de evaluar la eficiencia de los mismos.
El cambio principal respecto al pasado en los Presupuestos va a venir, sin embargo, de los ingresos públicos. Digan lo que digan ahora, no hay margen para bajar impuestos. Al menos, margen responsable. La necesidad de seguir ajustando a la baja el déficit va a exigir una nueva estrategia presupuestaria basada en incrementar los ingresos del Estado y en recortar gastos no sociales. Incrementar los ingresos públicos ayudará la mejora cíclica de la economía. Pero serán necesarias medidas adicionales para luchar contra el fraude fiscal (renunciando a nuevas amnistías fiscales), revisar a la baja el amplio capítulo actual de excepciones, desgravaciones y bonificaciones, sin descartar una reforma fiscal integral que devuelva a nuestro sistema tributario la progresividad que establece la Constitución (paga más quien más tiene, en lugar del actual, paga más quien no puede evitarlo). Fortalecer los ingresos públicos como estrategia rupturista con el pasado será imprescindible, por ejemplo, hacer frente al deterioro del sistema de la Seguridad Social en cualquiera de la forma que decidamos hacerlo: incrementar la recaudación ampliando las bases de cotización, nuevos impuestos finalistas vinculados a la riqueza o traspaso de algunos gastos, como las pensiones de supervivencia, a los Presupuestos del Estado.
Otras dos razones empujarán en la dirección de un cambio radical en la política presupuestaria en la legislatura que comienza ahora: la imperiosa necesidad de acordar un nuevo modelo de financiación autonómica, muy distinto al existente, y la obligación de ir priorizando la reducción del déficit público estructural, no sólo por imposición de Bruselas, sino como condición necesaria para empezar a rebajar nuestro elevado peso de la deuda pública. No todo se acaba con situar el déficit por debajo del 3% del PIB pero, a partir de ahí, la estrategia seguida hasta ahora, es insostenible.
El último vector donde esta legislatura deberá ser muy diferente a lo hecho hasta ahora tiene que ver con la mejora institucional, el fortalecimiento de la competencia para limitar el poder excesivo de las grandes empresas y el impulso al dinamismo social, encarnado por los emprendedores y la innovación, asuntos tan cargados de propaganda partidista como de ineficacia pública.
Mi tesis, pues, se resume en que esta legislatura no necesita «más de lo mismo» en política económica, sino «todo lo contrario de lo hecho» hasta ahora. Por eso defendí el cambio. ¿Será posible que el mismo Gobierno, en minoría, haga cosas tan diferentes a lo que hizo con mayoría absoluta? Veremos.