Algo falla en nuestro sistema económico mundial, porque esto no acaba de despegar. Al menos, como solía hacerlo hasta la crisis financiera internacional de 2008. Así, tras constatar que Japón regresa a la recesión, que los emergentes continúan con problemas crecientes o que la eurozona tampoco está para tirar cohetes, las crónicas han trasladado un cierto pesimismo por parte de los líderes del G-20 en su reunión esta semana en Turquía: el crecimiento económico mundial es desigual y continúa por debajo de las expectativas (y de las necesidades, añado yo).
Y entonces, me vuelve a la cabeza la hipótesis de Larry Summers según la cual estamos instalados en un «estancamiento secular» del que solo podremos salir mediante burbujas especulativas y crisis financieras recurrentes.
Nos enfrentamos a un problema que no es nuevo, pero en un contexto que si lo es. Es nuevo el nivel de mundialización de la producción económica en torno a cadenas globales de valor. Es nuevo el cambio de paradigma sufrido tras la quiebra de Lehman Brothers, como fin de un modelo de crecimiento basado en una expansión financiera que excedió, con mucho, la expansión de la economía real.
Y también es nueva la aceleración en el proceso de innovación tecnológica que vivimos con un impacto tan directo en el propio proceso económico. El resultado de todo ello es que existe una capacidad productiva instalada hoy en el mundo, muy superior a la capacidad de generar demanda efectiva para comprar todo lo que podemos producir.
La industria del automóvil, por poner un ejemplo, puede fabricar muchos más coches de los que es capaz de vender actualmente. Y, si ampliamos el análisis veremos que todavía existe una gran cantidad de ahorro real o potencial dispuesto a transformarse en inversión y que no lo hace porque no encuentra, en las actuales condiciones, rentabilidad suficiente en la actividad productiva existente.
Estaríamos, pues, ante una crisis estructural de sobreproducción, que se evidencia en una tendencia descendente de la tasa de ganancia (Marx) que se traduce en un freno a la actividad inversora en economía productiva frente a otra rentabilidad especulativa alternativa pero que no crean riqueza efectiva sino que sólo se apropian de parte de la existente.
Así, el capitalismo especulativo sería la única salida rentable para el ahorro, frente a un capitalismo productivo estancado por exceso de oferta sobre la demanda. Algunos críticos con el modelo de crecimiento depredador del medio ambiente o provocador del cambio climático pueden aprovechar esta circunstancia de estancamiento relativo para sentirse satisfechos. Si el PIB mundial crece menos, entonces la frenética actividad productiva del ser humano dañará menos nuestro entorno ambiental.
Sin embargo, no creo que se pueda confundir de manera tan ramplona la propuesta de crecimiento cero o, incluso, de decrecimiento que muchos están haciendo por razones medioambientales (¿cuánto es suficiente?) con una recesión medida por el actual PIB. Por ello, el dilema al que nos enfrentamos hoy en el mundo económico está en cómo conseguir generar más riqueza y más puestos de trabajo sin caer, otra vez, ni en burbujas especulativas, ni en saqueo al medio ambiente y a los recursos naturales.
Una solución, que se ha dado en el pasado reciente, es inyectar capacidad de compra utilizando al sistema financiero como prestamista. El problema es que hoy, con tipos de interés por los suelos y una laxitud financiera en máximos queda poco margen adicional para que desde la política monetaria se pueda reactivar la demanda en las proporciones necesarias sin incurrir, como señala Summers, en nuevas burbujas.
Otra solución, especialmente relevante para la eurozona, consiste en recuperar capacidad discrecional para generar demanda agregada desde los presupuestos públicos, ensanchando, con ello, la deuda pública. En esta línea deben entenderse iniciativas como el reciente Plan Juncker de infraestructuras o la nueva flexibilidad en los procedimientos de los déficit excesivos.
Con tipos de interés tan bajos, la llamada austeridad expansiva no existe y las políticas de austeridad del gasto, como ha recordado el FMI, sólo se traducen en recortes en el crecimiento y en el empleo.
La fórmula que parece más adecuada con este escenario consiste en aplicar de manera sostenida en el tiempo políticas de redistribución, tanto vertical (de renta), como horizontal (de actividades). Dicho de otra manera, por una parte, hay que incrementar la demanda efectiva de los más pobres mediante transferencias de rentas desde los más ricos.
Nada parece contradecir la vieja idea keynesiana de que la propensión marginal al consumo disminuye con el nivel de renta y que, por tanto, redistribuir desde mayor renta a menor renta, incrementa la demanda agregada.
Por otra parte, hay que desplazar inversión, pública y privada, hacia sectores y actividades intensivos en mano de obra y con una elevada demanda no satisfecha: cuidados personales, salud, dependencia, energía renovable, tercera edad, protección de la naturaleza, movilidad en ciudades, turismo, actividades culturales etc.
Algo de esto se está produciendo ya como vemos con sólo pasearnos por el centro de las grandes urbes españolas, pero debemos esperar importantes avances y cambios en este nuevo desarrollo que al hacer un uso creativo de las nuevas tecnologías va a seguir abriendo espacios creativos en actividades productivas, incluso las más tradicionales revisitadas.
La vieja fórmula socialdemócrata de «crecer para repartir», se transformaría en «repartir, para crecer de una manera sostenible» y, con ello, se convierte en la principal reforma estructural capaz de incrementar el potencial de crecimiento de este capitalismo lánguido.
Aunque la globalización ha reducido la pobreza mundial, ha subido mucho los niveles de desigualdad social hasta el punto de convertirse en la principal preocupación mundial por el impacto que tiene sobre los equilibrios geopolíticos y las tensiones bélicas en zonas conflictivas.
Ahora, además, la desigualdad parece que es, también, perjudicial para el crecimiento económico y que la preocupación generalizada sobre los riesgos de estancamiento se debe combatir intensificando las políticas de redistribución y de predistribución de renta, en favor de los salarios y los trabajadores. Si queremos crecer, primero hay que repartir. Todo lo contrario de lo ocurrido estos años. Así nos va.
Jordi Sevilla es miembro del comité de expertos de Pedro Sánchez.