¿Cómo toman sus decisiones los seres humanos? Quien tenga la respuesta correcta a esta pregunta, no solo entenderá unos de los mayores misterios de la historia, sino que se podrá enriquecer en bolsa, presentarse a unas elecciones democráticas y ganarlas siempre, saber qué nuevos productos van a tener éxito en el mercado, ser el más popular entre sus amigos o asesorar a los inversores, con total certeza, sobre lo que ocurrirá entre el nuevo gobierno griego y la troika. En el fondo, las decisiones humanas son las que mueven la economía y el mundo, si bien, en el marco de la lógica de un sistema social que tiende a reproducirse y que persigue este objetivo mediante la promoción de un juego de incentivos que acaban configurando unas instituciones que prueban a lo largo de la historia su capacidad de supervivencia darwiniana, frente a otras alternativas que han ido fracasando en esta misión.
La economía convencional ha elaborado una teoría de la acción humana que se basa en dos premisas fundamentales: el ser humano es un ente egoísta, que solo busca su propio interés y, segundo, adopta sus decisiones racionalmente, entendiendo esto como que es capaz de conocer sus preferencias, ordenarlas de manera lógica y efectuar cálculos ante cada elección, buscando maximizar el beneficio y minimizar el coste. Es el famoso “homo económicus”. Para la economía ortodoxa la sociedad no existe, ya que se trata simplemente de una agregación de individuos, todos ellos dotados de esas dos características que, cuando interactúan con las reglas institucionales del mercado y de la propiedad privada, consiguen un equilibrio óptimo gracias a una “mano invisible”. Estas mismas características, egoísmo y racionalidad, se extienden a otros ámbitos, incluyendo las decisiones políticas de tal manera que cuando hay libertad, las votaciones democráticas permiten alcanzar, también, un óptimo institucional.
Aunque todo el edificio de la economía como ciencia se fundamenta sobre estos supuestos, hace tiempo que la proliferación de críticas lo han dejado hecho un colador hasta el punto de que, a estas alturas, es más lo que oculta el modelo convencional y deja fuera sobre el funcionamiento de la economía y de la sociedad, que aquello que es capaz de explicar sobre cómo toman decisiones los seres humanos reales. Las críticas empezaron sobre los problemas en la agregación social de voluntades individuales egoístas y racionales. En demasiadas ocasiones, se producían incongruencias que cuestionaban el modelo del libre mercado: desde la imposibilidad de encontrar mayorías consistentes en la agregación de preferencias (Arrow), hasta los efectos externos o el dilema del prisionero, donde los jugadores salían perjudicados cuando persiguen su interés egoísta. Parece que, al final, la sociedad sí que existe, en el sentido de que el todo es más que la suma de las partes y las leyes que explican ese todo son distintas de las que explican las partes. El mercado, como agregador, tiene fallos e incongruencias serios, que solo se pueden corregir recurriendo a un agente cuya lógica sea distinta, como el Estado (debemos exigir al Estado que sea eficiente, pero no que actúe como el sector privado, pues en su diferencia encuentra su razón de ser).
Las críticas posteriores detectaron problemas serios en la información disponible al alcance de los decisores. Con demasiada frecuencia tenemos que tomar decisiones bajo incertidumbre, con información parcial, asimétrica o errónea y ello condiciona el resultado hasta el punto de que tal hecho puede conducir a decisiones contrarias a lo que supondría el modelo. Otras críticas se centran en el egoísmo como definitorio, porque deja sin explicar muchas decisiones que se adoptan basándose en el altruismo, el idealismo o la presión de las convicciones sociales del momento. La deconstrucción del ser humano racional realizada por Freud, descubriendo un inconsciente agazapado fuera de nuestro control, pero que determina nuestras decisiones tanto o más que la razón consciente y, en concreto, la diferencia psicoanalítica entre deseos y necesidades, fue otra brecha en el modelo tradicional que abrió paso a una nueva publicidad como medio de influir la conducta de los consumidores actuando sobre sus deseos no conscientes y, a la vez, a todas las críticas basadas en la cantidad de comportamientos humanos irracionales y autodestructivos que observamos diariamente a nuestro alrededor, incluyendo las manías, los pánicos, las fiebres y las burbujas especulativas, fenómenos colectivos con gran impacto real, que se repiten con frecuencia suficiente como para no poder considerarse “cisnes negros” y que no pueden explicarse con la racionalidad incluida en el análisis económico hegemónico.
La línea de crítica más reciente se centra, por último, en el descubrimiento experimental de la existencia de varios sesgos cognitivos en los seres humanos. Nuestro cerebro, con frecuencia, procesa mal la información exterior, de tal manera que se produce una desviación sistemática que lleva a adoptar decisiones que se alejan de lo que sería previsible en el modelo racional tradicional. Hablo de la economía conductual, basada en la psicología cognitiva, cuyo exponente más famoso es el premio nobel Kahneman y su “Pensar rápido, pensar despacio”, pero que encuentra extensión en el análisis del comportamiento político en autores como Lakoff y su célebre “No pienses en un elefante”. Se trata, sin duda, del desarrollo más interesante, retador y revolucionario de las teorías que intentan explicar cómo los seres humanos de verdad, adoptan decisiones sobre invertir, comprar, aceptar, o no, un trabajo o votar a tal o a cuál partido. Con un denominador común: según este enfoque, el grueso de esas decisiones no se adoptan desde la parte racional del ser humano, al menos entendida como la describe la doctrina tradicional, sino desde la intuición o los sentimientos. Si aceptamos esta explicación, extraemos dos conclusiones: empezamos a entender muchos hechos incomprensibles desde la teoría ortodoxa, como por qué no se puede frenar una burbuja especulativa o por qué un partido puede perder las elecciones pese a que haya mejorado la economía. Segundo, el mundo en que vivimos se torna más imprevisible y, a la vez, más manipulable por parte de minorías poderosas interesadas. Y eso, rompe mitos y da miedo.