Sin duda, como reacción justificada a la ineficacia con que la partitocracia ha abordado el bloqueo institucional del país, unido a la indignación causada por tanta corrupción política conocida, se ha instalado entre nosotros una manera de pensar sobre lo público que consiste en exagerar los tintes negros de los problemas presentes pero envolverlos junto a supuestas soluciones edulcoradas, que soslayan los costes, las restricciones inherentes a todo cambio. Es el pensamiento mágico que podemos representar como una actitud que nos lleva a rechazar, con argumentos, todas las viejas promesas políticas incumplidas, pero a aceptar, de manera acrítica, nuevas promesas políticas incumplibles. Sería como volver a creer, de adultos, en los Reyes Magos. Podríamos relacionarlo con el clásico seamos realistas, pidamos lo imposible, pero también con ese chiste que relata cómo los asistentes al mitin de un político mexicano que basaba su candidatura en hablar siempre de la dura realidad, empezaron a pedirle menos realidad y más promesas.
Este pensamiento mágico podemos observarlo, en nuestro país, en cuatro versiones distintas. La primera, próxima a esos partidos del stablishment que actúan pensando que, en el fondo, todo volverá a la normalidad de antes en cuanto empiece a notarse las consecuencias de la recuperación económica. Pensar que todo lo ocurrido en nuestro país en los últimos años ha sido un calentón provocado por la crisis, hasta el punto de que superada esta, volveremos a la casilla de partida, es una manera de creer que será posible, sin costes, regresar a la situación socio política anterior, como si nada hubiera ocurrido. La negativa a aceptar la radicalidad exigible en los cambios necesarios, incluida la Constitución, es un síntoma de esta versión del pensamiento mágico que se complementa con la negativa a aceptar amplios consensos políticos, aconsejables tanto por la magnitud de la tarea como por los resultados electorales previsibles, que, sin embargo, se imposibilita con la actuación cotidiana de los llamados a convocarlos y a participar.
La segunda versión del pensamiento mágico lo podemos observar en la evolución seguida por el problema catalán. De un conflicto legítimo entorno a exigencias de cambio en las reglas del juego relativas a fiscalidad o a reparto de competencias en esta España autonómica que tanto ha contribuido a construir los sucesivos gobiernos de la Generalitat democrática, pasamos a una ensoñación entorno a una independencia definida como los tomistas decían del cielo: cúmulo de todos los bienes, sin mezcla de mal alguno. Así, esa misma España que nos roba, va a dejar tranquilamente que sigamos formando parte del euro, que el Barça juegue en cualquier liga europea, que la Cataluña independiente no pague su parte de la deuda públicaacumulada y siga exportando sin barreras al resto del territorio peninsular. Además, mejoraran las políticas sociales, se podrá bajar impuestos, incluso subir las pensiones. Y, por supuesto, no habrá problemas de convivencia con quienes no compartan la nueva realidad utópica. En esas condiciones, con la independencia como solución que no tiene coste alguno y solo representa ventajas, lo irracional es no ser independentista. El problema es que se trata, en verdad, de pensamiento mágico.
La tercera versión es la representada por el partido minoritario de moda hoy en España, rodeado de tantas promesas como de escasas realidades. Aquí, el pensamiento mágico consiste en pretender haber encontrado el interruptor que, solo con pulsarlo, va a cambiar radicalmente una realidad detestable, por otra realidad edulcorada. Para conseguirlo, basta con cambiar a unos políticos, por otros políticos que dicen ser un poco menos políticos que los políticos a los que quieren sustituir. Con una mera sustitución de diputados y partidos políticos, el paro desaparece, la corrupción desaparece, la injusticia desaparece, la desigualdad desaparece, al parecer, sin resistencias que no puedan abordarse mediante procedimientos de reeducación ciudadana de los equivocados y sin costes que no puedan ser abordados con planes tan concretos como “reducir el fraude” que, obviamente, con los nuevos gobernantes en Moncloa, desaparecerá también por arte de magia.
El último caso de pensamiento mágico que quiero analizar es el que dice que si la realidad fuera distinta a como es, las cosas serían muy diferentes. Es decir, si no existiese la ley de la gravedad, podríamos volar como en una nave espacial o, si los ingleses formaran parte del euro, la política de austeridad no sería tan rigurosa o si todos cumpliésemos los diez mandamientos, no haría falta policía, ni jueces. El ejemplo reciente es el informe presentado por el Consejo de la Competitividad donde dice que si hiciéramos todas aquellas reformas que no hemos sido capaces de hacer en veinte años, entonces podríamos crear 2,5 millones de empleos en cuatro años. Incluyo este ejercicio contrafactual dentro del pensamiento mágico porque comparte la misma idea: neguemos la realidad, no hablemos de los costes del cambio y confortémonos con la utopía mágica.
La clave del éxito del pensamiento mágico es, por una parte, no efectuar ningún análisis riguroso de la realidad, sus problemas, incentivos, bloqueos y beneficiarios. Por otra parte, proponer soluciones como si el proceso de cambio no tuviera costes y diera lugar automáticamente a una nueva realidad idílica. Se sitúa muy cerca de aquellas propuestas de los arbitristas que creen que basta con desear algo para que ocurra, sin entender los mecanismos que mantienen a la realidad anclada en sus imperfecciones. Las cosas son como son por algo, tienen una funcionalidad aunque sea perversa, las resistencias al cambio existen y toda reforma tiene costes que deben asumirse como, por ejemplo, en su momento se hizo en España con la reconversión industrial necesaria para entrar en el mercado común.
La fase superior del pensamiento mágico consiste en sustituir la realidad, no ya por una alternativa idílica, sino por un simulacro de alternativa. Así, una seudoconsulta, o una encuesta, parecen bastar para provocar esa catarsis que se espera de todo proceso de reforma de una realidad que queremos cambiar. Sería algo así como sustituir una rueda de prensa de las de antes, por una moderna comparecencia, sin preguntas, en plasma. Pues eso. Prestidigitación.