Se quejaba, el joven primer ministro italiano en la última cumbre europea, de la política económica seguida en la zona euro, por considerarla excesivamente recesiva. Según recogió la prensa, se atrevió incluso con uno de los tabúes: el compromiso de que el déficit público de los estados miembros no sobrepase el 3% del PIB con la obligación añadida de que, en caso de desviación al alza, reconduzcan la situación de manera obligatoria y en el menor tiempo.
Renzi hizo un llamamiento a la nueva Comisión para que lo revisara ya que “el 3% de déficit es algo de otra época, de hace más de 20 años, casi de otro mundo”. Y aquí empiezan mis discrepancias. Puedo estar de acuerdo con el sentido de lo señalado por el primer ministro italiano pero no con sus argumentos: tener más de veinte años de antigüedad, no le ha quitado ni pizca de valor al Coliseo romano o a los escritos de Aristóteles, o a las teorías de Adam Smith –que todos citan, sin leerlo- o incluso de Marx –que muchos copian, sin citarlo-. De hecho, detrás del comentario del primer ministro italiano, podemos encontrar restos de las aportaciones que hizo lord Keynes a la economía, hace bastante más de 20 años, incluido su célebre comentario sobre que todo político es esclavo de las viejas teorías de algún economista malinterpretado.
Pocas dudas puede haber de que Europa tiene un grave problema económico del que no está sabiendo salir. La reciente reunión del FMI en Washington ha vuelto a poner sobre la mesa los riesgos, a medio plazo, que para Europa representa continuar con estas políticas de austeridad, en un mundo globalizado donde la innovación y la riqueza se están desplazando hacia Asia: la tercera recesión en diez años, elevada tasa de paro, insostenibilidad presupuestaria del tradicional modelo europeo de bienestar y convivencia. De hecho, son cada vez más las voces que en la misma Alemania, claman contra una política de ahorro excesivo que si bien se traduce en superávits exteriores, también implica una baja inversión nacional continuada hasta el punto de poner en riesgo el sistema de innovación. Alemania lleva años con una productividad baja por culpa de una inversión, pública y privada, inferior a lo que exigiría el incremento mundial de competitividad. Hay alemanes que, incluso, acusan a las empresas alemanas de egoísmo, al buscar su propia salvación invirtiendo y ganado dinero en el extranjero, mientras dejan que el país se deteriore a marchas forzadas, prisionero de una errónea visión de la austeridad moral en la economía. Se podría decir, pues, que Alemania está sufriendo también las consecuencias negativas de la austeridad que impone al resto de Europa pero, de momento, esto no le hace cambiar de preferencia por el ahorro hasta el punto de que muchos han celebrado, como un éxito nacional, tener el primer presupuesto público sin crecimiento de la deuda.
Porque, y aquí vuelve a confundirse Renzi, el 3% no es algo de otra época. Es, precisamente, del comienzo de esta época, de la época en que vivimos los avances para conseguir una Europa alemana, cuyo principio hay que situarlo en el momento de la unificación alemana y de la firma del Tratado de Maastricht donde aparece, por primera vez, el objetivo del 3% como criterio para acceder al euro. Es curioso, pero cuando se aprobó, ese criterio de convergencia no fue visto como restrictivo. De hecho, se eligió la cifra del 3% porque era, en ese momento, la media de los déficits públicos de los países comunitarios, en un momento en que se quería una zona monetaria fuerte y extensa. El criterio lo impuso, como tantas cosas en el Tratado, la nueva Alemania unificada, cuya principal preocupación era evitar que la inflación, auténtica obsesión desde Weimar, deteriorase el valor de la nueva moneda. De ahí sus dos principales imposiciones: establecer la independencia del BCE, impidiendo que pudiese monetizar las deudas públicas nacionales, así como controlar los déficits para evitar deudas públicas crecientes. En el fondo, mucho de lo que, posteriormente, ha sido señalado como deficiencias del modelo de construcción del euro, responden a imposiciones alemanas para establecer un círculo protector entorno suyo. De hecho, Alemania aceptó participar del proyecto monetario europeo a condición de que la nueva moneda se llamase euro, pero fuera, en todo lo posible, como el antiguo marco alemán.
Aunque los primeros problemas surgieron con la posterior crisis del 93 y cuando Alemania incumplió los objetivos de déficit que exigía a otros, pero impidió que la Comisión (con Solbes de comisario responsable) le abriera expediente sancionador, no ha sido hasta la brutal crisis financiera actual cuando las reglas alemanas del edificio monetario europeo han hecho agua. Tras muchas vacilaciones iniciales entorno al grado de compromiso de Alemania con todo el proyecto y serias dudas, que alimentaron la especulación de los mercados, sobre si, al final, saldrían del euro los países periféricos con dificultades, las cosas han empezado a cambiar gracias a los rescates de la troika y a que el BCE ha sido capaz de imponer, previa autorización del Tribunal Constitucional alemán, reglas habituales para la Reserva Federal americana como los “manguerazos” de liquidez o la compra directa de deuda empresarial, pero impensables, hasta la fecha, en la Europa alemana. Con ello, la política monetaria está consiguiendo, con problemas y retrasos, ponerse a la altura de las exigencias de esta coyuntura de recesión sin inflación.
Sin embargo, la otra pata de cualquier estrategia de política económica, la presupuestaria, se está quedando atrás. Urge, todavía, mayor flexibilidad en los objetivos nacionales de déficit y mayor contundencia en los compromisos comunitarios de inversión pública. Los prejuicios alemanes están haciendo demasiado daño a demasiada gente. Y no solo a los deudores. Pero, al parecer, todo se da por bien empleado si acaba consolidando la hegemonía alemana sobre el continente, una de cuyas últimas batallas se está librando entorno a Francia sin que, ahora, pueda ésta pedir ayuda a Inglaterra o a USA como en el pasado.