Confirmado: el mayor cambio que provoca toda acción de Gobierno, se produce en el discurso del partido que llega al gobierno. Los ciudadanos nos hemos acostumbrado a que los políticos digan una cosa y, luego, hagan otra distinta, a veces, empujados por una realidad cambiante. Pero no hablo de eso. Hablo de cambiar sustancialmente de discurso político e interpretativo a mitad de legislatura y pretender que se sigue diciendo lo mismo y que, en ambos casos, se tiene razón. Es decir, hablo de no aceptar nunca que, a veces, los gobernantes se equivocan.
Decir en enero de 2012, recién llegados al Gobierno, que nunca habrá un banco malo en España, o que nunca se destinará dinero público a salvar a los bancos y luego, seis meses más tarde, aceptarlo bajo presión de ese rescate financiero de la troika que ahora queremos hacer como que nunca ocurrió, puede ser entendible. Pero que no pretendan hacernos creer que es lo mismo una cosa y la contraria, cuando se ha producido un giro de 180º. El mismo análisis sirve para esa reforma laboral, cuyos méritos no analizo, aprobada para fomentar la creación de empleo estable y que ha representado una gran precarización de nuestro mercado laboral, o las medidas de recapitalización bancarias presentadas como necesarias para que fluya el crédito sin que, dos años más tarde, lo veamos por ninguna parte.
El discurso económico de este Gobierno ha cambiado radicalmente en los casi tres años transcurridos desde que tomó posesión, en gran parte, porque estaba equivocado. Y eso es lo que quiero analizar en tres asuntos claves: los motores de la recuperación, el valor de la austeridad y el papel del sector público ante una crisis.
Toda la apuesta de política económica durante 2012 se articuló entorno a la devaluación interna como mecanismo para fomentar la competitividad exterior; en reducir el déficit público porque era expansivo sobre la economía y en ponderar el valor de la austeridad para un país altamente endeudado que tiene que reconstruir las tasas de ahorro. Podríamos encontrar frases y frases en ese sentido por parte de los ministros y del propio Presidente. Teníamos que apostar por rebajar costes, sobre todo salariales, para fundamentar el nuevo modelo de crecimiento sobre las exportaciones. Y así se hizo: la rebaja de salarios y los despidos masivos tuvieron lugar mientras las exportaciones crecían a buen ritmo y se mejoraba la balanza comercial hasta alcanzar, incluso, algún superávit coyuntural. Ello se presentó como la prueba del éxito en la estrategia, pese a que muchos advertimos de que se trataba de un espejismo. Nuestras exportaciones venían creciendo mucho desde la época de la burbuja, el saldo comercial estaba determinado por la caída en las importaciones y, sobre todo, las exportaciones no pesaban lo suficiente sobre el PIB español como para esperar que pudieran iniciar una reactivación de la economía. Dos años después, en el escenario macroeconómico de los Presupuestos, vuelve el déficit comercial y la recuperación se fundamenta en la demanda interna que aporta 1,8 puntos al crecimiento del PIB, por apenas un 0,2 el saldo exterior total. El problema es que para ese tipo de recuperación, las políticas de devaluación interna son contraproducentes y por eso se vuelve a hablar de subidas salariales, que es lo que mejora la renta de las familias y el consumo privado.
Algo parecido ha ocurrido con la reducción del déficit público. Considerado por el ministro de Hacienda en enero de 2012 una cosa buena por sí misma, hasta el punto de asumir el objetivo del 3% para 2013, muy pronto se vio que someter a una economía en recesión a un ajuste tan fuerte y tan rápido del déficit público, era un error. No solo porque los necesarios recortes de gasto o subidas impositivas generan malestar social, sino porque hunden la actividad económica todavía más que la propia crisis. Sobre todo si, como se hizo aquí, se recorta lo posible (inversión) y no tanto lo necesario. Es decir, la reducción del déficit público no es, como dijo el Gobierno, expansiva sobre la actividad sino todo lo contrario, tal y como dicen los manuales y reconoció el propio FMI. Por ello, se presionó a Bruselas para conseguir un aplazamiento en los ritmos de reducción del déficit, en espera, sobre todo, de que la recuperación ayudara a mejorar los ingresos públicos para no tener que proceder a severos recortes del gasto, aunque esto fuera lo que se defendía antes.
La bondad intrínseca de la austeridad, no gastar por encima de lo que se tiene, ha sido un concepto machaconamente reiterado desde el Gobierno ya que, se argumenta, es el ahorro y no el gasto lo que mueve el mundo económico. Y esto era válido, tanto para familias, como para el Estado. Este enfoque, más moral que económico, fue desmontado hace ya dos siglos mediante la llamada “paradoja de la austeridad”: si nadie gasta, nadie compra, nadie vende, nadie fabrica, nadie contrata trabajadores. Vivimos en una economía bancarizada cuyo motor es el gasto, el consumo y donde el crédito sensato ayuda a cubrir la distancia entre elevadas posibilidades de producción mundial y limitadas capacidades de consumo familiar es decir, ayuda a convertir demanda potencial, en demanda efectiva. Pero es que, además, dado que un mínimo de consumo vital parece necesario, la capacidad de ahorro viene determinada por los ingresos. Y ahí, la política de devaluación interna, al reducir la renta de las familias, limitaba la capacidad de ahorro privado, como así ha ocurrido. Por su parte, que el Estado ha incrementado su endeudamiento hasta batir récords históricos, cuestionando el discurso gubernamental en defensa de la austeridad pública.
Aquí se puede aplicar, por tanto, aquella frase clásica de que este gobierno solo acierta cuando rectifica. Lo malo es que pretenden hacernos creer que la realidad actual, una recuperación sustentada en la demanda interna, en el gasto y con una deuda pública creciente, es lo mismo que propusieron desde el principio. Y no. Se equivocaron. Y su error nos ha costado caro.