Que el Gobierno revise al alza la previsión de crecimiento para este año, debería ser una buena noticia. Aunque solo sea una décima. Sin embargo, puede caer como una ducha de agua fría por dos razones: porque el Ministro Guindos había anunciado hace pocas semanas que la cifra sería superior. Es cierto que unas pocas décimas, arriba o abajo, no deberían mover sentimientos. Si no fuera porque, en segundo lugar, el Banco de España ha señalado lo que mucha gente está percibiendo: que se está produciendo un suave parón en los dos principales motores de la recuperación, el consumo y la inversión. Ese “comportamiento menos expansivo de la demanda privada” constatado por el Banco en el tercer trimestre, ha desatado alarmas mediáticas agitadas por algunos expertos en sumarse siempre a la tendencia del momento. Parecería que esas “raíces vigorosas” sobre las que, según Rajoy, se sustenta nuestra recuperación se están viendo afectadas por una suave sequía lo que, en el contexto de recesión en que ha vuelto a caer la Unión Europea, despierta todos nuestros fantasmas ligados a los “brotes verdes” de 2010/11.
No creo que la economía española vaya a sufrir, en los próximos meses, una recaída en su recuperación, aunque tenemos que ser conscientes de la debilidad de la misma porque se sustenta en cimientos demasiado frágiles y en equilibrios reversibles. Estamos saliendo de la recesión, pero no de la crisis y esta realidad dual es determinante para entender algunas situaciones contradictorias en que vivimos que son las que llevaron al primer ministro italiano a pedir que no le pusieran como ejemplo a España, porque es un país con un 24% de paro. Pero lo que parece cada vez más evidente es la ausencia de una mínima visión estratégica de futuro para el país y la falta de un modelo de política económica adecuado a esta recuperación. Empezamos con aquello de la devaluación interna para ganar competitividad exterior, junto a la austeridad, pública y privada, como instrumento esencial para desapalancar una economía que se había endeudado hasta casi tres veces su PIB, en gran medida, con el exterior. Muy pronto se vio que ambas políticas eran incompatibles entre sí y con la recuperación económica, como decían todos los manuales de economía. Devaluación interna es un eufemismo para definir un modelo de crecimiento basado en el impulso competitivo que a las exportaciones le proporciona un abaratamiento del factor trabajo conseguido mediante fuertes despidos y bajadas salariales. Pero, es evidente que esta medida, junto a la subida de impuestos y tasas públicas para corregir el déficit público, rebaja la renta disponible de las familias, lo que acaba por limitar la capacidad de ahorro, aunque se contengan los gastos.
Cuando vemos, dos años después, los resultados de esta política, las exportaciones han dejado de crecer a dos dígitos, para hacerlo a un modesto 1,6% en los siete primeros meses de 2014 y ha regresado el déficit comercial hasta cifras equivalentes al -2% del PIB, después de que los superávits experimentados se presentaran como un cambio estructural de nuestra economía. Por su parte, la tasa de ahorro vuelve a situarse a niveles previos a la crisis, después de unos años en que ha crecido como consecuencia del temor despertado por una crisis que parecía no tener suelo. El endeudamiento privado se está reduciendo, aunque con una lentitud alarmante, pero la deuda pública no ha hecho más que crecer. Un balance posible, pues, de la política aplicada por el gobierno consistente en combinar devaluación interna, más austeridad, es que las exportaciones desinflan su ritmo, vuelve el déficit comercial y la deuda total del país sigue aumentando. Todo ello acompañado de que seguimos sin alcanzar los niveles de renta, empleo y riqueza previos a la crisis.
Para esta recuperación, el Gobierno no tiene discurso ya que ha estado liderada por el gasto interno en consumo e inversión privada. Impulsados ambas por factores psicológicos más que reales: quienes solo vivieron la recesión (no han tenido parados en su unidad familiar), estuvieron dispuestos a gastar más en cuanto el rescate financiero y la estabilidad de la zona euro disiparon los temores de futuro que atenazaban sus decisiones de gasto. Sin embargo, aunque el inicio fuera debido al factor confianza venido de fuera, para consolidar una recuperación de ese tipo hay que abandonar las políticas de devaluación salarial y de austeridad, ya que el empleo creado no tiene la estabilidad, ni la retribución suficiente como para ser determinante en la renta de las familias y, por tanto, en su consumo. Por tanto, nuestros problemas son internos, la política seguida es contradictoria con las necesidades de la recuperación. Y el crédito sigue sin fluir de forma suficiente como para afectar a los ritmos de crecimiento del PIB, a pesar de la cantidad de dinero público que se ha inyectado en su rescate, mostrando dos cosas, los límites del impacto de la política monetaria sobre la economía real, a pesar de que contenga soluciones tan atípicas como las que está aplicando el BCE en las últimas semanas, y que la crisis bancaria todavía no está completamente resuelta en Europa, como demuestra el hecho de que los mercados están esperando los próximos resultados de las nuevas pruebas de resistencia que señalaran el nivel actual de salud de los mismos.
A lo largo de esta larga recesión cuyo origen podemos establecer en setiembre de 2007 con la quiebra de Lehman Brother, hemos vivido en España ciclos completos de optimismo y de pesimismo. El ministro Guindos, basándose en un ligero crecimiento del PIB, se ha apuntado al optimismo no contagioso, como cuando dijo desde Australia, en un claro lapsus lingue, que en España los desequilibrios macroeconómicos ya estaban corregidos. Por una vez, sin que sirva de precedente ni me sea tenido en cuenta, me acerco más a las tesis de Montoro: flotamos, no nos hundimos, pero estamos un poco a la deriva, de la que espera sacarnos con el motor de su rebaja fiscal, esa especie de nuevo Plan E popular.