Si en España hay más parados, con todo lo que ello implica respecto a desigualdad, lento crecimiento económico y menor riqueza relativa es, entre otras cosas, porque tenemos un nivel educativo medio inferior. No puede existir dudas al respecto: la ocupación y el bienestar de un país dependen, sobre todo, del nivel de cualificación de su mano de obra, por ello, nuestra elevada tasa de paro, un 24% frente al 7,4% de media en la OCDE, está directamente relacionada con el hecho de que el 45% de la población española comprendida entre los 25 y los 64 años (edad laboral), solo tenga estudios por debajo de la ESO, frente al 24% de promedio en los países de la OCDE. En especial, esa menor educación media explicaría que la tasa de paro de los mayores de 55 años sea superior al 20%. Por su parte, en el otro extremo de la pirámide poblacional y a pesar de que los jóvenes españoles tienen un nivel educativo superior al de sus padres, es imposible no relacionar una disparatada tasa de paro juvenil, que alcanza el 54%, con hechos como que tengamos una mayor tasa de fracaso escolar o que dupliquemos el porcentaje de jóvenes que ni estudian, ni trabajan.
Estamos refiriendo un conjunto de peculiaridades españolas que lastran nuestro desempeño económico y que no pueden explicarse, solo, por las normas laborales, el tamaño de las empresas, la calidad de nuestra función directiva o la estructura sectorial de nuestra oferta productiva. Los españoles estamos poco educados, respecto a países comparables. Tenemos, como país, un nivel formativo medio inferior al de otros países de la OCDE, pero que no se explica solo por una cuestión histórica ya que las generaciones más jóvenes también presentan resultados comparativos inferiores.
Pero además de poco, estamos mal educados, como demuestran tres datos: los pésimos resultados que de manera reiterada obtenemos en pruebas internacionales como PISA; que el paro entre los titulados superiores (universidad, formación profesional superior) españoles triplica a la media de la OCDE, evidenciando que aquello que enseñan nuestras universidades no prepara para el mercado laboral que tenemos, de la misma manera, al menos, que lo hacen las universidades de los otros países avanzados y, tercero, nuestra elevada tasa de parados de larga duración, evidencia que tampoco la formación profesional continua o los cursos vinculados a planes de empleo capacitan para obtener trabajo como sí ocurre en otros países.
Esas diferencias en resultados comparados no se explican por los gastos totales en educación, que son similares. Hay un problema claro respecto a lo que se enseña, de método de cómo se enseña y de diseño de lo que debe ser un modelo educativo para un país. La pregunta clave es: ¿Quién decide y con qué criterios, que es lo que tenemos que enseñar, cómo y cuándo a los alumnos de hoy? ¿Podemos pensar en un sistema educativo autónomo, desconectado de las necesidades sociales y de las oportunidades que brindan las tecnologías? ¿Podemos seguir manteniendo la jerarquía de saberes establecida por Aristóteles y el tomismo?
Durante siglos, el saber de los libros se mantuvo escondido en los monasterios, sin más criterio que acumularlo para transmitirlo a base de repetición, copia y memorización. Mientras, el conocimiento más vinculado a la actividad cotidiana, se trasmitían de padres a hijos de forma oral, priorizando también la repetición y la memorización ya que eran muy pocos los que sabían leer o escribir. El ideal del renacimiento era formar seres humanos con conocimientos en todos los campos y todavía en el siglo XVIII se intentó recoger, en La Enciclopedia, todo el saber existente.
Ambas cosas resultan hoy imposibles porque el volumen de conocimientos se ha multiplicado exponencialmente y, con ello, su complejidad y especialización, a la vez que se ha producido otra revolución no menor: la ciencia se ha convertido en fuerza productiva directa y de la mano de las nuevas tecnologías, se ha dado lugar a un nuevo paradigma económico basado en el conocimiento humano. Que dos transformaciones de esa magnitud, apenas hayan arañado la superficie de nuestro sistema educativo, evidencia su obsolescencia: un maestro del siglo pasado se adaptaría al aula de un colegio actual, mejor que un cirujano a un quirófano, un trabajador a una fábrica o un controlador aéreo a la torre. La economía y la sociedad han avanzado a una velocidad muy superior a lo que lo ha hecho nuestro sistema educativo.
Un país que impone la educación obligatoria de sus ciudadanos hasta los 16 años, debe revisar cuidadosamente el nivel de conocimientos exigidos a los mismos. Y, sobre todo, debe entender que la enseñanza no puede limitarse a transmitir información mediante la memorización, como antes. No es sencillo lo que voy a decir, pero resulta difícil entender que en España, un joven que acaba la educación obligatoria con provecho, conoce lo que es el mester de clerecía y las leyes de Boyle, pero no como funciona un banco, por qué hay que pagar impuestos o qué es la ciudadanía europea y, desde luego, ha tenido a lo largo de todos sus años en la escuela, muy poca formación vinculada al desarrollo de habilidades tan necesarias en la vida de hoy como iniciativa, liderazgo, hablar en público, capacidad de emprendimiento etc. Insisto, en una enseñanza básica, obligatoria para todo el mundo.
Los valores que necesita esta sociedad, así como los conocimientos y habilidades que deben aprender hoy los jóvenes, se enseñan desde muchas instancias, pero conviene que formen parte troncal del sistema educativo. El nuestro debe adaptar los contenidos de la enseñanza obligatoria, incluyendo más habilidades, canalizar hacia la formación profesional a un mayor número de estudiantes y dotar a todo el sistema, universidad incluida, de más contenido práctico. Saltar del ladrillo a la neurona, como ha pedido la OCDE, será imposible sin una reforma educativa integral que incluya, nuevas capacidad para los profesores, nuevos contenidos y otros métodos de enseñanza que incorporen las nuevas tecnologías. Porque invertir colectivamente en educación es mejorar, también, nuestro bolsillo individual.