La población española se redujo, el año pasado, en 220.130 personas, consecuencia de los siguientes flujos: pocos nacimientos más que defunciones, pero emigraron de nuestro país el doble de personas que inmigraron. Los economistas llaman a esta situación “votar con los pies”, porque los ciudadanos expresan con hechos su malestar respecto al presente de un país (por eso se van) y desconfianza respecto a su futuro (por eso tienen menos hijos). La situación, que empezó ya en 2012, contrasta con lo ocurrido durante la década anterior caracterizada por un fuerte crecimiento de la población: casi seis millones más, de los cuales tres millones y medio de personas procedentes de otros países.
La cosa podría ser algo anecdótico, pasajero, un efecto secundario de la profunda crisis económica que vivimos, si no fuera porque todas las proyecciones realizadas por organismos oficiales, tanto españoles como internacionales, señalan que es más profunda: más allá de discrepancias técnicas, todos los ejercicio a medio y largo plazo de proyección demográfica que se han realizado coinciden en que España está entre los países del mundo que tendrá una mayor pérdida porcentual de población en las próximas décadas. De hecho, según el INE, en 2052 tendremos un 10% de habitantes menos que ahora, es decir, casi cinco millones menos de personas vivirán en España en esa fecha como consecuencia de mantener constantes el saldo neto inmigrador, un aumento insuficiente de la tasa de fecundidad (muy lejos, en todo caso de la necesaria para reposición) y un apreciable incremento de la expectativa de vida, sobre todo, de los mayores de 65 años.
Ambas tendencias, menores nacimientos y vivir más años, alterará de manera sustancial la pirámide poblacional: entre 2012 y 2052, se perderán 12 millones de personas en el tramo “menores de 65 años”, mientras que subirá en más de 7 millones aquellos que tengan más de 64 años. Dicho de otra manera, los mayores de 64 años representarán el 37% de la población total española, según el INE, frente al actual 17%. Este acelerado proceso de envejecimiento, que nos llevará a ser el tercer país más viejo del mundo tras Japón y Corea del Sur, tendrá importantes efectos sobre nuestro desempeño económico que conviene ir desgranando para anticiparlos.
Lo más inmediato, conocido y, en mi opinión, prevenible, es la implicación sobre las pensiones de jubilación ya que la tasa de dependencia se reducirá hasta llegar casi a un activo por cada pasivo. Con el modelo actual, este crecimiento de los jubilados frente a los activos haría que, todo lo demás igual, el sistema no genere los ingresos suficientes para pagar las pensiones, en las condiciones contractuales pactadas. Por eso son necesarias reformas paramétricas como las ya realizadas que, en el fondo, están orientadas a reducir esa relación existente entre pensión recibida y contribución realizada. Dicho de otra manera, los pensionistas del futuro, de acuerdo con las reformas emprendidas, cobrarán menos que los actuales por cada euro constante aportado. Sin embargo, otros factores pueden incidir también sobre esta realidad: aplazar la edad de jubilación, mejora en la productividad de los activos del futuro, incorporación de ingresos adicionales al sistema y no solo de las cotizaciones sociales, etc.
El hecho de que, a partir de 2022, el tramo de población española que más va a crecer será el de los mayores de 65 años, hasta alcanzar el cénit en 2052, tiene otras repercusiones sociales y económicas. Por ejemplo, sobre el consumo de las familias y la estructura del mismo. De acuerdo con la última Encuesta Continua de Presupuestos Familiares, el gasto en consumo de los hogares españoles se está manteniendo gracias a aquellas familias donde el sustentador principal es un jubilado o retirado. Sus 25.553 euros de gasto medio, aunque superior a lo gastado por los hogares sustentados por una persona parada, está por debajo de los 30.713 euros gastados de media por los hogares sustentados por un ocupado. Sin embargo, los hogares a cargo de jubilados han sido más resistentes a la crisis y su descenso en el gasto (-1%) ha sido muy inferior al de la media (-3,7%).
Lo más relevante, no obstante, en tanto no se ve tan influido por la situación transitoria de crisis, es que la estructura de gasto de la población mayor de 65 años es bastante diferente a la de los jóvenes e, incluso, a los menores de 64 años. Así, por ejemplo, dedican un porcentaje mayor a la sanidad (pese a su teórica gratuidad), menos a ocio, espectáculos y cultura, mucho menos a hoteles, cafés y restaurantes y muchísimo menos a enseñanza. La demanda de viviendas y sus precios, también se verán afectadas, como la demanda de servicios de cuidados personales vinculados a la dependencia y a las enfermedades crónicas relacionadas con el envejecimiento o las demandas crediticias a las entidades financieras. Por tanto, un país con una población en la que más de un tercio sean mayores de 65 años, tendrá que rediseñar su estructura productiva, comercial y de servicios, para adecuarla a las características de sus demandantes mayoritarios.
Tener menos población y más vieja afectará, también, a otras variables. De manera destacada, al crecimiento económico y al paro. Habrá mucha menos población en edad de trabajar y, por tanto, menos paro y, a la vez, una menor tasa de crecimiento potencial. Si asumimos una relación estable, en economías maduras como la nuestra, entre producción y población activa, las perspectivas de incremento del PIB vendrán determinadas por el gap de convergencia que exista respecto al líder tecnológico y las proyecciones de población. Una reducción sustancial del número de personas en edad de trabajar reducirá el crecimiento esperable del PIB hasta el 2% que, en promedio, hemos estimado en los trabajos de PwC sobre “España 2033”, siendo menor cuanto más alarguemos la proyección en el tiempo.
Saber que vamos a vivir más años, es una magnífica noticia. Pero acompañada de todo lo dicho exige una preparación de la que estamos muy lejos todavía. Que no nos pille por sorpresa.