En los últimos 20 años, siete de ellos en el Gobierno de España, el PSOE ha sufrido cinco convulsiones en su liderazgo: la sucesión de Felipe González (1997); el ascenso y caída de Borrell (1998/99); la dimisión de Almunia (2000); la marcha de Zapatero (2012) y la renuncia de Rubalcaba (2014).
En 1979, con dos derrotas electorales consecutivas a cuestas frente a la UCD de Adolfo Suarez, el equipo entonces al frente del Partido, encabezado por González y Guerra, plantea la necesidad de proceder a una profunda renovación del discurso del partido, de su ubicación ideológica y de la percepción que sobre ellos tenían los ciudadanos, todo ello demasiado anclado en la reciente época de la clandestinidad, ya superada. A su juicio, los nuevos tiempos democráticos requerían una profunda actualización programática y de mensajes por parte del partido, precisamente para conseguir representar a la mayoría progresista existente en el país. Su apuesta, simbolizada por el abandono del marxismo, resultó perdedora en el XXVIII Congreso del Partido y dimitieron. Pocos meses después, en un Congreso extraordinario, triunfaron sus tesis y las mismas personas que habían perdido dos elecciones y un Congreso, consiguieron, tras la actualización programática, la mayor victoria electoral de la España democrática en 1982.
Ahora, como entonces, el principal problema reflejado en los pobres resultados electorales obtenidos tanto en las generales como en las europeas, se debe más a una cuestión programática y de percepción ciudadana sobre el PSOE, su actitud y sus políticas, que a personas y líderes (sin desmerecer este aspecto, aunque todos reconocen que Rubalcaba es, en palabras de Felipe, “una de las mejores cabezas políticas de España” y, a la vez, uno de los líderes que genera más rechazo, junto a Rajoy). En los seis años transcurridos desde el estallido de la crisis que no era crisis, el PSOE ha pasado de ser, en el Gobierno, un fiel cumplidor de las medidas de austeridad impuestas desde la troika (el mayor recorte del gasto público y una reforma constitucional para prohibir el déficit público) a ser, ya en la oposición, una especie de “hermano mayor” de la izquierda radical. Por centrarlo en un ejemplo, ha pasado de subir el IVA en el Gobierno, a oponerse a ello en la oposición (Rajoy hizo el camino contrario).
Esos vaivenes políticos, esa indefinición que solo puede ser generadora de desconfianza, ha influido en los resultados electorales más que el atractivo de sus dirigentes. Por tanto, de esta crisis no se saldrá solo con un cambio de caras si no se renueva, se moderniza, se ajusta el discurso y la percepción ciudadana a la nueva realidad de una España globalizada.
Las dudas mostradas a la hora de aplicar la democracia con todas sus consecuencias (primarias abiertas para elegir candidatos y un militante un voto, para elegir secretario general), dando la sensación de que se prefiere utilizar métodos oscuros y viejos pactos de mesa camilla, hace más daño al partido delante de sus votantes, que tal o cual declaración de un dirigente, o una crítica externa equiparándonos con “la casta política”.
La renovación de liderazgo no puede estar reñida con la solvencia del proyecto y de los equipos de un partido político que debe aspirar a gobernar España tras las próximas elecciones generales de 2015.
Mientras toda Europa contempla atónita la posibilidad de que haya, por primera vez, un grupo parlamentario de extrema derecha en el Parlamento Europeo; mientras la construcción europea amenaza bloqueo; mientras Europa desaparece en conflictos como el de Ucrania; mientras el FMI sigue criticando los nefastos efectos del austericidio seguido en la zona euro; mientras el INE recoge cifras récord de pobreza en España; mientras los tribunales españoles empiezan a sentenciar a políticos corruptos, el PSOE no puede hacer una “suspensión de realidad” para replegarse internamente a lamer sus heridas en la intimidad o entrar en una “guerra de egos”.
Debe abordar, como en 1979, un proceso de reordenación de sus métodos de trabajo y de gestión, junto a una actualización abierta de sus propuestas para volver a conectar con esa mayoría progresista, hoy muy enfadada con nosotros, pero que nos quiere preparados para gobernar, no para destacar en tertulias televisivas o encabezar manifestaciones callejeras.
Soy militante del PSOE, de cuya dirección he formado parte durante ocho años (cuatro en la Ejecutiva Federal y otros cuatro en el Comité Federal), estuve en el equipo promotor de Nueva Vía en el 2000 y he sido Ministro en el primer gobierno del Presidente Zapatero. Pero reconozco que un partido no es propiedad privada de sus dirigentes o de sus militantes. La Constitución les otorga unas funciones, unas responsabilidades, una financiación y unos controles externos que hacen de ellos una organización de interés público, un instrumento que solo tiene pleno sentido si son un instrumento colectivo para hacer algo y no un mecanismo privado para que algunos sean alguien. Si perdemos eso de vista, volveremos a perder las elecciones, con independencia del cartel electoral que pongamos.
Esta convocado un Congreso extraordinario que, todo apunta, hará innecesario las primarias para elegir candidato electoral. Muchos hubiéramos preferido hacerlo al revés, adelantar la elección de candidato mediante primarias abiertas y luego, realizar el Congreso. En todo caso, a pesar de que se consiga que el próximo secretario general sea elegido por todos los militantes mediante el principio democrático de un militante, un voto, dado que elegiremos a quien puede ser dentro de dos años Presidente del Gobierno,debemos exigir a todos los candidatos que nos adelanten, con detalle, sus ideas programáticas sobre como abordarían ellos los actuales problemas de España y con quien, para evitar cheques en blanco. Porque no basta con una cara “nueva”, para que los ciudadanos (y los militantes) recuperen la confianza, tan trabajosamente perdida. Podemos hacerlo. La duda es, ¿nos dejaremos hacerlo?