Es una característica española iniciada durante la crisis del siglo XVII con los arbitristas, cobró fuerza con el movimiento reformista posterior a la crisis de 1898 y vuelve a la notoriedad en nuestros días ante la triple crisis económica, institucional y de convivencia que vivimos. Me refiero a los listos que relatan, con distancia, los muchos males que acumula la patria, proponiendo, con altivez, soluciones en forma de pócimas mágicas que, no obstante, no somos capaces de adoptar, pese a su evidente superioridad, debido a nuestro carácter ancestral, con el resultado incuestionable de que en comparación con el resto del mundo avanzado aquí nos va peor. ¡Qué le vamos a hacer, así somos los españoles de hoy, al parecer no tan distintos de los de hace 500 años! ¡Otra vez el Spain is different!
Libros, tertulias, conferencias se llenan estos días de listos que dicen saber exactamente lo que tendríamos que hacer, como país, para ser más ricos y más felices. Y lo recubren con un análisis antropológico de España cargado de pesimismo y frustración porque, sabiendo lo bien que nos iría a todos si les hacemos caso, es una pena que nos resignemos a vivir en la miseria económica y en la insolvencia moral, por oscuras razones poco claras o por vaguedades nada científicas que solo sirven para ocultar la explicación detrás de una nueva palabra ampulosa o de un concepto que necesita, a su vez, de explicación.
La clave del género radica en señalar cosas negativas que, supuestamente, solo nos pasan a nosotros. Como si las subprime no hubieran sido un invento americano, como si Francia o Inglaterra no hubieran tenido que nacionalizar bancos para evitar que quebraran siguiendo los pasos de Lehman, como si la crisis no hubiera arrastrado a todo el mundo avanzado, como si no hubiera directivos extranjeros imputados por manipular los tipos de interés en el mercado de Londres, como si las cajas de ahorro alemanas no fueran manifiestamente mejorables, como si Sarkozy o Berlusconi no estuvieran incursos en procesos judiciales por corrupción, como si el Tea Party no hubiera tomado como rehén al Tesoro americano en su batalla partidista, los listos describen nuestra realidad como si estas cosas malas solo ocurrieran en España.
Lo segundo, es no mencionar aquellas cosas positivas que rompen el discurso autoflagelatorio: nuestras grandes empresas transnacionales no existen, no ganamos concursos internacionales en dura competencia con empresas de países modélicos, al parecer no hemos duplicado nuestra renta per cápita en los últimos treinta años, no fuimos capaces de hacer una transición a la democracia modélica, no hemos integrado en poco tiempo cinco millones de inmigrantes o no hemos puesto en pie un estado del bienestar que, amenazado hoy por los recortes, ha reducido de forma sustancial la desigualdad en España, nuestro turismo no atrae a millones de personas año tras año, o nuestras exportaciones no son capaces de ganar cuota de mercado, incluso en la crisis.
La tercera clave para construir un discurso arbitrista consiste en proponer un profuso elenco de medidas generalistas, con las que todos pueden estar de acuerdo (partidos más democráticos, enseñanza de mayor calidad, apoyar más a los innovadores, transparencia etc) sin explicar, nunca, por qué, si la solución es tan obvia, no hemos sido capaces de ponerla en práctica antes. Con ello, los listos siguen trabajando en el discurso del qué hacer, en lugar de pasar al cómo hacerlo, que es la clave de todo proceso de cambio en cualquier organización y el obstáculo con el que nos hemos encontrado cualquiera haya intentado pasar de las declaraciones enfáticas sobre las reformas necesarias a intentar llevarlas a la práctica: ¿cómo conseguimos tener unas administraciones más eficaces, unos partidos más representativos, una democracia de mayor calidad, unas empresas más grandes y productivas o un estado social sostenible? Cualquiera de estos loables objetivos necesita cambiar cosas y eso tiene efectos secundarios negativos para alguien. Todo proceso de cambio significa conseguir que alguien suelte su pájaro en la mano con el argumento de que habrá más para todos de entre los ciento volando. Es decir, hay perjudicados por el cambio, que tenderán a oponerse al mismo aunque beneficien a una mayoría. ¿Cómo conseguir aglutinar fuerza crítica suficiente en favor del cambio, como para situarlo en la agenda política y vencer las resistencias de quienes se oponen? En la transición democrática lo hicimos o en la preparación de nuestra economía para el ingreso en Europa.
Si no se analiza, desde la práctica, este problema de dinámica del cambio de cualquier organización, pública o privada, las propuestas regeneracionistas no bajan del papel a la realidad. Y no responden a la pregunta clave: ¿por qué no hacemos aquello que los listos nos dicen que debemos hacer para mejorar cuando, además, parece de sentido común? En el fondo, los listos suponen que no les hacemos caso por tres razones: porque somos tontos y no reconocemos las superioridades de sus propuestas, por ignorancia, ya que su discurso y sus propuestas no llegan suficientemente a todas las personas o, al menos, a las personas claves. O por idiosincrasia, ya que conociendo las soluciones a nuestros males, que son las que ellos proponen, no las aplicamos por maldad, perversión (nos gusta vivir peor de lo que podríamos), incapacidad o por dejadez.
Los procesos de transformación personal, familiar, empresarial, político o social son bastante más complejos de como aparecen en los libros de autoayuda. Por ello, empeñarse en encajar a martillazos a la España del siglo XXI en el viejo molde del noventaiochismo, es un ejercicio poco útil. Como lo es quedarse en las propuestas (todos debemos ser buenos y benéficos), sin analizar el proceso mediante el cual podremos llevarlas a la práctica, a partir del juego de intereses creados. Las tablas de Moisés pueden ser un marco razonable de convivencia social. Pero la iglesia lleva más de 2000 años intentando que se cumplan. Parece que, pasar del dicho al hecho, es bastante más complicado de cómo lo suponen los listos.