Ya verán cómo, a no mucho tardar, nadie del entorno gubernamental defenderá las políticas de austeridad. De hecho, conforme se acerquen las elecciones (y tenemos europeas, autonómicas, locales y generales en los próximos meses), oiremos cómo reniegan de ellas algunos de quienes las han convertido, en los últimos dos años y en contra de todas las evidencias, en prototipo de virtud económica e, incluso, de comportamiento humano ejemplar. Les escucharemos decir que “se han visto obligados” a aplicarlas pero que, en el fondo, no querían y en cuanto consideren que pueden, volverán a las clásicas políticas expansivas de ingresos (rebajas de impuestos) y de gastos que tan buenos resultados electorales han proporcionado en otras circunstancias. Algo parecido a lo que ya hemos visto este año con la reducción del déficit (del objetivo “irrenunciable” del 3% en 2013, a cerrar con más del doble), o con el tremendo aumento de la deuda pública (de prueba del despilfarro ajeno, a ni mencionarla): todo se somete al supremo interés electoral, incluso retorciendo los argumentos para defender lo contrario de lo que se decía, o forzando la verdad, como decir que ya no se destruye empleo (Rajoy), o que no bajan los salarios (Montoro).
Este cambio de argumentario vendrá impuesto por la necesidad de afianzar la vacilante recuperación. Porque el final técnico de la recesión en el segundo semestre de este año y el inicio de una recuperación lánguida para el próximo año, lejos de reafirmar, evidencia los límites (y los errores) del discurso de la austeridad, así como los errores (y los límites) del modelo de devaluación interna aplicado desde 2010. Dicho de otra manera, igual que empieza a ser obvio que el final de la recesión no significa el final de la crisis, se vislumbra ya que las medidas de política económica necesarias para conseguir esto último deben ser muy diferentes de las seguidas hasta aquí: necesitaremos consumir más, aunque exportemos menos.
Si el PIB todavía decrecerá este año, en términos interanuales, algo más del 1% y el Gobierno, así como el consenso de los macroeconomistas, anticipan para 2014 un crecimiento positivo en el entorno del 1%, ¿Cuáles serán las fuerzas motoras que explican ese importante giro en la evolución del PIB, dos puntos porcentuales al alza, en un año? Mirando los cuadros macroeconómicos, el motor de la recuperación será la demanda nacional, ya que todas las previsiones señalan una menor aportación del sector exterior debido a un relativo estancamiento de las exportaciones y a un aumento de las importaciones. Así, la proyección del Gobierno prevé que el consumo privado pasará de un -2,6% este año a un crecimiento positivo del 0,2% en 2014, mientras que la inversión decrecerá este año todavía un -6,3% para crecer en 2014 a tasas positivas, también del 0,2%.
Por tanto, si los ajustes, recortes, despidos, en general todo el discurso de la austeridad y de apretarse el cinturón como manera de hacer la necesaria devaluación interna, ha tenido como eje finalista mejorar la competitividad exterior de nuestra economía, a la hora de la verdad, la recuperación, como decíamos muchos, solo podrá venir de la mano de mejorar la demanda interna, especialmente, de reactivar el consumo privado de las familias. Ello es así por dos razones objetivas, la primera, el peso relativo de cada variable sobre el conjunto del PIB, donde el consumo equivale al doble que las exportaciones. La segunda, que la crisis en España no ha estado provocada por una falta de competitividad exterior (nuestras exportaciones vienen creciendo mucho desde hace una década), sino por el desplome de la demanda interna asociada al pinchazo de la burbuja inmobiliaria.
Los datos, hasta el tercer trimestre de 2013, avalan la necesidad de ese cambio de tendencia en la composición del impulso reactivador de nuestra economía. Porque aquello que iba bien, la aportación al crecimiento del sector exterior, empeora ya que las exportaciones ralentizan su evolución hasta aproximarse a un cierto estancamiento mientras las importaciones empiezan a recuperarse, y aquello que iba muy mal, mejora, pero de manera todavía insuficiente (consumo e inversión que aunque caen mucho menos, siguen cayendo en términos interanuales). Mientras el paro continúe aumentando (según la Contabilidad Nacional del Tercer trimestre se ha reducido el empleo neto en tasa anual en más de 500 mil puestos de trabajo equivalentes a tiempo completo); la precarización del empleo (aumentan los minijobs) se consolide; baje la renta disponible de las familias y no aumente el crédito, el crecimiento del consumo privado solo dependerá de las expectativas de ese 45% de hogares sin deuda y donde todos sus miembros activos tienen empleo, que son los únicos que pueden consumir más de lo que están haciéndolo ahora. Y sin una cierta reactivación de la demanda interna, será difícil esperar un incremento apreciable de la inversión empresarial.
Pero si solo reactivando la demanda interna es posible esperar una recuperación sustancial y sostenible de la economía española, concluiremos que la política económica seguida desde mayo de 2010 ha sido equivocada al estar basada en dos importantes errores de diagnostico: pensar que nuestros problemas estaban originados por un exceso de deuda pública y pérdida de competitividad exterior cuando, en realidad, los problemas eran un exceso de deuda privada y un hundimiento de la demanda interna. El resultado de aplicar medidas basadas en un diagnóstico equivocado es evidente: la deuda pública se ha disparado, sin reducir suficientemente la deuda privada; el ajuste ha sido excesivo en términos de empleo y pérdida de poder adquisitivo de los asalariados; por tanto, el precio domestico pagado por reducir el desequilibrio exterior de forma tan rápida y contundente ha sido, por la manera de hacerlo, desproporcionado. A partir de aquí, darle un poco más de aire a la recuperación y ayudar a que se consolide en los meses venideros, obligará a cambiar el discurso (abandono de la austeridad) y las medidas de la política económica (mejora de la renta disponible de las familias, inversión pública). ¿Quién se hará, entonces, responsable de los errores cometidos?