Conozco a poca gente que no valore de manera positiva la formación de un gobierno de Gran Coalición en Alemania. Se supone, con razón, que los desafíos a que tiene que hacer frente el país son de tal magnitud que resulta más eficaz unir fuerzas para resolverlos antes y mejor. La cultura del pacto forma parte de esas estructuras institucionales que han hecho de Alemania, el gran país que es. De hecho, si con una crisis de magnitud similar a la española, mantienen una baja tasa de paro y han encontrado antes una salida a la misma se debe, según todos los analistas, a la capacidad de pacto mostrada por empresarios y trabajadores.
La Gran Coalición actual será la tercera vivida por el país desde la II Guerra Mundial. Todas ellas (1966, 2005 y 2013) presididas, por cierto, por cancilleres cristianodemócratas. Llama la atención que entre tantas voces españolas que quieren trasplantar aquí aspectos parciales del modelo alemán, sea el mayor tamaño medio de sus empresas, la productividad, su capacidad exportadora o el modelo federal, haya tan pocos que defienda aplicar, también en España, lo que hace posible todos esos éxitos: una cultura del pacto, de la gran coalición política y social como activo esencial para hacer frente a la crisis en la globalización. Sobre todo, cuando todos los éxitos de nuestro pasado reciente como país, desde la transición pacífica a la democracia, la Constitución, los Pactos de la Moncloa o el ingreso en la Unión Europea, han sido posibles gracias a acuerdos alcanzados entre las principales fuerzas políticas y sociales, hasta el punto que el llamado “consenso” se convirtió (pasado) en el principal patrimonio reconocible de la “marca España” en todo el mundo.
Algunos dicen que la democracia es solo gobierno de la mayoría, alternancia entre alternativas y que el acuerdo permanente entre posiciones políticas distintas acaba con ella, porque deja espacios políticos por los que se cuelan los radicalismos antisistema. Me parece un falso reduccionismo. En primer lugar, porque la democracia también es respeto a la minoría (el PP gobierna, legítimamente, desde una mayoría absoluta parlamentaria a pesar de que ha habido más españoles que no le han votado, que españoles que le hayan votado). Eso significa reconocer que desde la oposición también se puede y se debe contribuir a la gobernabilidad del país (no se puede actuar solo desde el impulso de acoso y derribo al gobierno), pero que desde el Gobierno se debe proteger el papel institucional de la oposición (no se puede justificar la acción propia, desde un permanente acoso y derribo a la oposición). En segundo lugar, porque llegar a acuerdos sobre determinados asuntos no anula las diferencias, la existencia de alternativa, las opciones diferentes aunque estas, en un momento y unas circunstancias concretas, sean capaces de encontrar un punto de encuentro provisional, como sabe cualquiera que haya negociado algo, un convenio colectivo o un acuerdo de junta de vecinos. Es más, el acuerdo solo es posible desde la existencia de alternativas diferentes previas, que no tienen por qué desaparecer luego, aunque adopten otra urgencia. En tercer lugar, la gobernanza democrática debe ser flexible, es decir, debe estar formada por tres tipos de asuntos: los comunes, relativos a lo que nos une como sociedad, aquellos que forman parte de los llamados asuntos de estado que trascienden las opciones partidistas. Dos, los diversos, aquellos donde se centran las alternativas entre varias opciones ideológicas o políticas, que deben encontrar su salida principal mediante las urnas. Tres, los de consenso, aquellos que en determinadas circunstancias y condiciones, deben abordarse como si fueran comunes, a pesar de que en otras circunstancias y condiciones, formen parte de los diversos.
Asustados por la evidencia histórica de que los españoles tendemos a debatir entre nosotros “a garrotazos”, como en el famoso cuadro de Goya, los constituyentes impusieron un sistema democrático lleno de contrapesos, con un poder institucionalmente muy repartido (autonomías) y un Parlamento necesitado de mayorías reforzadas para aprobar determinadas cosas (Poder Judicial, Estatutos de Autonomía etc). La necesidad de hablar, de negociar, de tolerancia y de pacto está en el ADN de nuestra Constitución. No fue un error. Fue una forma de encauzar un ser histórico, a veces, demasiado aficionado a la confrontación cainita sin tregua, como si no importara las nefastas consecuencias para los ciudadanos.
Pero el modelo no funciona si los jugadores no respetan las reglas. Si no hay partidos políticos dispuestos a debatir, a alternar, pero también a consensuar determinadas cosas, se produce el bloqueo del sistema. Los problemas no se resuelven, se enquistan, la política deja entonces de ser eficaz en la resolución de los problemas de los ciudadanos y la desafección no necesita mucho para brotar. Y ahí estamos nosotros ahora, y desde hace tiempo. Sufriendo la mayor crisis económica de nuestra historia reciente, el peor índice de corrupción percibida de toda la democracia, la desafección más importante de los ciudadanos respecto a las instituciones de lo común y con las identidades nacionales minoritarias planteando el más serio desafío al modelo constitucional de convivencia en el Estado autonómico, ver a los partidos políticos echándose los trastos a la cabeza, tirando por la borda el rico patrimonio colectivo de la capacidad de consenso con que construimos el período más brillante de nuestra historia y cada uno amenazando con deshacer, en cuanto pueda, el camino recorrido por el otro, en lugar de empeñarse en encontrar caminos amplios que nos permitan transitar a todos, se convierte en un grave problema añadido.
Sin duda, son muchas las diferencias entre España y Alemania. Pero una reforma de los partidos políticos como la propuesta desde la sociedad civil (Foro +Democracia) ayudaría a alinear mejor a los responsables políticos con las preferencias ciudadanas que, en España, también insisten en la bondad de un gran pacto que nos permita, en estas horas difíciles, pergeñar otros treinta años de convivencia fructífera. Es la más importante y urgente de todas las reformas estructurales pendientes, porque sin ella, se fragilizan todas las demás.