Creciéndose ante el fuego amigo, Mariano Rajoy parece dispuesto a que los españoles, por el mismo precio, dispongamos simultáneamente de tres presidentes del gobierno. Uno, defiende en Europa políticas de crecimiento, le exige al BCE estímulos al crédito, le pide a la Comisión que sea benevolente con el déficit público y hace escorzos con Hollande amagando contra el austericidio propugnado por la Canciller. Otro, critica en España a quienes piden aquí eso mismo, defiende la austeridad y los recortes como valor supremo, habla de reformas como un mantra mientras está abriendo brechas sustanciales en la privatización del Estado del Bienestar (educación, sanidad, pensiones). Pero todavía hay un tercer presidente al que no le gusta lo que está haciendo el anterior ya que se ve obligado a hacerlo forzado por las circunstancias, porque las cosas son como son y no como le gustaría que fuesen, porque no tiene libertad para hacer lo que, en realidad, querría hacer si pudiese y le dejaran. Con esta operación de tres en uno Rajoy cubre, a la vez, tanto el espacio de la responsabilidad, como el de la convicción e, incluso, el de la utopía, dejando pocos huecos por los que puedan hacer daño las críticas. Y, sin embargo, los datos detallados sobre el PIB que ha hecho público esta semana el INE sobre el primer trimestre de 2013 hacen daño: las cosas no mejoran, algunas importantes empeoran y no hay elementos para pensar que mejoraran a corto plazo, si no cambia la manera en que estamos abordando esta recesión. En Europa, si, pero también en España.
Con las cifras en la mano se debe extraer dos conclusiones sobre nuestro momento económico: primero, la caída no ha acabado, segundo, la recuperación no se producirá de manera espontánea. Si entendemos que estamos viviendo una recesión por falta de demanda agregada, como consecuencia del pinchazo de la burbuja especulativa anterior, las razones para el optimismo, si nada cambia, son escasas. La nota del INE sobre el primer trimestre de 2013 recoge que todos los componentes a nivel agregado de la demanda nacional presentan variaciones negativas en términos anuales y, en el caso del gasto en consumo final, de mayor magnitud que en el trimestre anterior. ¿Hay razones para pensar que esa evolución a la baja de la demanda agregada se detendrá a lo largo del año e, incluso, que cambiará de signo en 2014 como vuelve a decir esta semana la OCDE? Veámoslo por agentes económicos.
Para que el consumo de las familias españolas deje de caer y empiece a subir se tiene que producir una mejora en la renta disponible, una alteración sustancial en la situación de su endeudamiento y/o la desaparición de la elevada incertidumbre, incluso congoja, existente. La renta disponible sube si hay más empleo neto (nadie lo prevé en los próximos trimestres), si aumentan los salarios (todo lo contrario es lo previsible), si se recupera el crédito (no parece que sea esperable a corto plazo), si bajan los impuestos (no antes del año electoral y, en todo caso, compensado por el aumento de tasas, copagos y precios públicos) o si suben las transferencias estatales (en contra de los planes de ajuste del gasto público). Tampoco parece probable en el próximo año un cambio sustancial en las condiciones del sobreendeudamiento de las familias (inflación, quitas o renegociaciones) que rebaje la carga que su devolución representa sobre el consumo y a pesar de que la tasa de ahorro está disminuyendo. Por tanto, el único elemento sobre el que sustentar la creencia en que el consumo de los hogares aumentará paulatinamente en los próximos trimestres, hasta volverse positivo a lo largo del 2014, es la desaparición de los riesgos e incertidumbres que atenazan el consumo en aquellas familias, que las hay, no endeudadas y cuya capacidad adquisitiva no se ha visto mermada por la crisis. Juzguen ustedes si el actual clima político ayudará a devolver confianza.
Por su parte, el alivio introducido por la Comisión al relajar los plazos de reducción del déficit público (todo el mundo ha vuelto a ser keynesiano en esto) no se traducirá, previsiblemente, en un incremento apreciable del gasto público capaz de reactivar la demanda agregada, aunque ayude a que caiga menos. Como tampoco podemos esperar que, sin crédito, se reactive de forma sustancial la inversión privada en España, más allá de la vinculada a la exportación, única variable que continuará dando muestras de vitalidad sujeta a la evolución de los mercados europeos y al tipo de cambio, pero cuya contribución relativa al crecimiento del PIB es, todavía, demasiado baja.
En esas condiciones, la recuperación económica no se producirá de manera espontánea mediante el libre funcionamiento de unos mercados cuyo desajuste creciente nos condujo a la crisis actual. Ni bastará para ello con los estímulos monetarios clásicos como demuestra la escasa repercusión sobre la actividad real tanto de las inyecciones de liquidez del BCE, como de su reciente bajada de tipos de interés. Hará falta dos cosas totalmente relacionadas con el papel del Estado en una economía, sea este nacional o supranacional (europeo): estímulos presupuestarios directos, como dijo Keynes en situación similar y actuaciones específicas sobre los bancos para que el crédito fluya a las empresas, dado que las llamadas reformas estructurales son cruciales para abordar problemas de competitividad en la globalización pero no tienen efectos a corto plazo sobre la economía real, salvo que consideremos como tal una reforma laboral que, al abaratar el despido, ha estimulado despedir.
Ese está siendo el debate en Europa cuando se habla de planes para combatir el paro juvenil o cuando Alemania estudia atender desde sus bancos la demanda insatisfecha de crédito por parte de las pymes españolas. Se habla de que los mercados no garantizan el crecimiento, ni el pleno empleo, sin una vigorosa intervención del Estado. Por eso, intentar convertir a los impuestos elevados (otra cosa es su estructura) en una prioridad, con la que está cayendo, forma parte de esas peculiaridades españolas. Como tener tres presidentes en uno.