Aunque le llamemos euro, vivimos en una zona marco, ampliada. Si la unión monetaria fue el precio que Alemania estuvo dispuesta a pagar, tras la caída del muro de Berlín (1989), para poder hacer su reunificación, la condición que puso es que el euro se pareciera, en todo, a su marco. Lo que hoy llamamos fallos en el diseño institucional del euro, o problemas de gobernanza, que tanto han tenido que ver con la agudización de los problemas en los países periféricos por la pésima gestión de la crisis de la deuda soberana, están en el ADN del proyecto alemán de Europa.
Fue Alemania la que impuso en el Tratado de Maastricht (1991) que el nuevo Banco Central Europeo fuese independiente (entonces, solo Alemania y USA lo tenían, sin que sus resultados en inflación fueran mejores). Fue Alemania la que impuso la lucha por la estabilidad monetaria como único objetivo del BCE sin incluir, como tiene la Reserva Federal americana, un complemento genérico del tipo “compatible con el crecimiento y el empleo”. Pero, sobre todo, fue Alemania la que obligó a la eurozona a gestionar la política económica con una mano atada a la espalda, estableciendo una ruptura insalvable en la necesaria coordinación de las políticas monetarias y presupuestarias cuando prohibió al nuevo BCE que financiase directamente a Gobiernos, impidiendo que pudiese ejercer de “prestamista de último recurso”. Esto, a pesar de que las realidades en renta per cápita eran dispares y los choques asimétricos en la zona, más que una posibilidad teórica.
Además, fue Alemania (principal contribuyente neto) la que se negó a incrementar al Presupuesto comunitario, el 1,5% del PIB de la zona, cuando el presupuesto federal de la otra gran área monetaria, USA, representa el 20% e impuso que cada país aguantara con sus propios presupuestos los costes que también tenía, junto a sus muchos beneficios, el euro, ajustándolos, además, con límites al déficit y a la deuda dentro de los Planes de estabilidad. Por último, fue Alemania quien echó agua, hasta descafeinarla, a la propuesta francesa de desarrollar la Unión Económica en paralelo a la Unión Monetaria con la idea de crear una especie de Consejo Económico que fuese el contrapoder efectivo al BCE.
La misma Alemania que con una reunificación (1990) disparatada desde el punto de vista económico (no así, político) provocó una inflación que tuvo que combatir subiendo los tipos de interés, sin que le preocupase el que con ello provocara una profunda crisis en el mecanismo de cambio del Sistema Monetario Europeo que obligó al resto de socios a defender sus monedas con fuertes subidas de tipos de interés que precipitaron en Europa una corta pero intensa depresión (1992-1994). La Alemania que tras el fracaso del Tratado de Lisboa aceleró el proceso de renacionalización del proyecto de la Unión Europea, debilitando a la Comisión y no permitiendo, por ejemplo, que una adecuada supervisión comunitaria hubiera detectado a tiempo las trampas en los presupuestos griegos. O esa Alemania que deterioró el mecanismo comunitario de supervisión presupuestaria al bloquear, en 2003, un procedimiento por déficit excesivo que le iba a abrir la Comisión.
La Alemania que pospuso la imprescindible primera intervención en Grecia, porque Merkel tenía unas complicadas elecciones parciales, dando alas especulativas a “los mercados”, donde los bancos alemanes cuentan mucho, que lo interpretaron como escaso compromiso con el euro. El mismo gobierno alemán que está imponiendo una dieta de austeridad altamente contraproducente para la salud económica de Europa. Lo malo no es el régimen de adelgazamiento, necesario, sino que el método impuesto por Alemania es dañino para el crecimiento y el empleo y, por tanto, debilita la solvencia de unos países obligados a seguir una vía de empobrecimiento agudo.
También es la Alemania que obtiene superávit comercial exportando sus productos a los países del euro, la que más contribuye al magro presupuesto comunitario o la que impuso, en el rescate a Grecia, una quita a la deuda privada. La que mira para otro lado cuando el BCE se salta la prohibición de comprar deuda pública mediante estrambóticas operaciones con el FMI para que lo haga este, o prestando a los bancos nacionales para que ellos la compren, obteniendo un jugoso beneficio.
La Alemania de Merkel, por su peso en Europa y en el mundo, por su propio interés económico y, sobre todo, para convertir su indiscutible hegemonía en liderazgo legitimado, debería hacer lo contrario de lo que ha hecho esta semana en el Consejo Europeo informal: debería modular su concepción sobre la política económica necesaria, para tener en cuenta, mínimamente, las necesidades y posibilidades nacionales de los distintos países del euro y de la zona en su conjunto. En ese sentido, debería aprovechar la elección de Hollande, con su nuevo discurso europeísta, como “excusa” para introducir cuatro cambios importantes en su manera de contar y de actuar: primero, reforzar su compromiso con el proyecto del euro y con la idea de una Unión Europea que sea mucho más que una zona de libre cambio. Segundo, acelerar la entrada en vigor del nuevo Fondo de rescate europeo, utilizándolo como sustituto del BCE en sus intervenciones en los mercados de deuda soberana. Tercero, reconocer que la situación económica ha empeorado de manera significativa en algunos países, como España, Grecia y Portugal, justificando con ello un aplazamiento del calendario de cumplimiento de los objetivos de déficit dado que la recesión económica impacta negativamente al reducir los ingresos como ocurrió aquí en 2011. Por último, lanzar un Plan europeo de reactivación y crecimiento para infraestructuras y pymes, centrado en los países con mayores dificultades. Este plan podría financiarse a través del BEI y, emitiendo eurobonos finalistas.
No es esta la primera crisis que atraviesa el proceso de construcción europea. Pero si es la más profunda porque se produce con un elevado nivel de integración (euro) y porque no admite más que saltar hacia adelante, si no queremos que todo lo construido desde 1957 como instrumento para evitar otra guerra en el continente, salte por los aires.