El Banco de España y el FMI me han escrito, esta semana, una parte del artículo. Y no me refiero a las tremendas previsiones que acaban de presentar, sino a los análisis que las acompañan que muestran como las posiciones de sentido común económico que hasta ahora habíamos defendido unos cuantos, ganan adeptos decisivos.
El grueso de la recesión anunciada para España por el Banco (-1,5%) está vinculado al duro proceso de consolidación presupuestaria a que estamos abocados si el Gobierno sigue empeñado en lograr este año un déficit del 4,4% del PIB. Se pone fin, así, a los absurdos intentos de predicar de los recortes del déficit público, un supuesto carácter expansivo sobre la economía. En las condiciones actuales, con una deuda privada que triplica a la pública, unos tipos de interés bajos y una aguda sequía de crédito, retirar de la circulación 40.000 millones de euros del déficit sólo puede traducirse en una fuerte contracción de la demanda agregada y, con ella, de la actividad económica y del empleo. Así, el Banco de España reconoce que una política económica, como la practicada por este Gobierno y por el anterior, comprometida a toda costa con una fuerte reducción del déficit público, es lo que provocará esta recesión.
El FMI, por su parte, anuncia una recesión del -1,7% a pesar de que no cree que el recorte del déficit público pueda llegar a la cifra comprometida y lo sitúa en un 6.8% para 2012 continuando, no obstante, la senda descendente. Con ello, completa el círculo con una causalidad inversa a la anterior: en este caso, será la recesión la que no permitirá cumplir con un ajuste presupuestario, que no puede hacerse sin el soporte de una actividad económica más vigorosa que la actual. A partir de ahí, su economista jefe da el siguiente paso lógico al decir que con un escenario de crecimiento distinto y peor, tiene que modificarse, también, el ritmo temporal de aproximación al objetivo del 3% de déficit, porque la consolidación presupuestaria “es un maratón, no un sprint”. Con ello, suscribe la enmienda a la totalidad presentada al “pensamiento alemán”, al decir alto y claro que el calendario de cumplimiento de los objetivos de reducción del déficit público en el euro, no puede convertirse en un fetiche suicida para nuestros países. Y añado yo, entre otras cosas, porque en contra de las apariencias, no estamos, ni ahora, ni antes, ante una simple crisis de deuda soberana, sino ante los graves problemas de diseño de una moneda única sin eurobonos, ni verdadero Banco Central.
Hay que reconocer que el dogmatismo merkeliano se ha visto resquebrajado desde que el nuevo responsable del Banco Central Europeo ha optado por inyectar liquidez sin límite al sistema a través de unos bancos que ven, al convertirla en deuda pública más cara, una fuente segura de beneficios. Se trata ahora de dar otro paso: conseguir reestructurar todos los Planes de Estabilidad de tal manera que recojan el nuevo empeoramiento de la situación y dilaten en el tiempo los compromisos de déficit público o los reescriban en términos de déficit estructural. Así, veremos al Presidente Rajoy, otrora campeador infatigable contra el déficit, renegociando el Plan de Estabilidad del Reino de España con las autoridades comunitarias, de tal manera que se dilaten los plazos y ritmos de la contracción presupuestaria como, por cierto, pidió el candidato socialista durante la campaña electoral.
Sería una rectificación necesaria, un auténtico cambio de rumbo sobre las declaraciones enfáticas iniciales de los responsables económicos del Gobierno. Pero que se quedaría a medio camino, salvo que venga acompañado de, al menos, otros tres giros en la política económica hasta ahora anunciada. El primero tiene que ver con la intocada devaluación interna que permita ajustar nuestra competitividad. Los interlocutores sociales acaban de firmar unos acuerdos para los próximos años que entrañan pérdida continuada de poder adquisitivo salarial para aquellos trabajadores con trabajo sometido a convenio colectivo. Siendo valioso el intento, se trata del camino de adaptación largo y doloroso porque mantiene el paro, incrementa las desigualdades en el reparto de la renta, a la vez que reduce la demanda privada. Por el contrario, rebajar cotizaciones sociales sustituyéndolas por impuestos que no se trasladen al exterior, permite un ajuste más rápido y equitativo, que mejora la competitividad e incentiva el empleo.
El segundo giro tiene que ver con la novísima reforma del mercado laboral ya que continuar centrándose en cómo se entra (tipología de contratos) y en cómo se sale (coste del despido), es lo menos relevante en esta situación. Si comparamos la estructura, no el volumen, de la contratación laboral antes de la crisis y ahora, ya en vigor la última reforma, la similitud es demasiado grande como para no sacar un voluminoso informe de errores. Sin embargo, modificar radicalmente la manera en que se está en el mercado laboral (negociación colectiva) de tal manera que cuando haya problemas reales, el despido tenga alternativas útiles, es fundamental.
El tercer giro debe producirse en la eternamente inacabada reforma financiera. Seguir empeñándose en incrementar, más y más, tamaño, capital y reservas como único mecanismo para reforzar la solvencia de las instituciones ante el importante volumen de activos tóxicos de origen inmobiliario (suelo y viviendas) que siguen contabilizando, es condenarnos a una década de sequía crediticia. El Gobierno ha abandonado demasiado pronto las diferentes alternativas existentes sobre una aproximación al problema desde el otro lado, desde el ajuste de activos a través de lo que se ha dado en llamar banco malo, que puede ser una opción más rápida, eficaz y socialmente útil que una nueva ronda de concentraciones sin norte, ni fin.
Muchas cosas se están moviendo, para mejor, en la Unión Europea. Sería imperdonable que no lo aprovecháramos aquí aunque para ello los dirigentes se vean obligados a rectificar pre-juicios y a variar el rumbo en que han introducido a la sociedad española. Tenemos tiempo, pero cada vez menos, porque todo se desgasta muy rápido. Incluso la credibilidad de los Gobiernos.