2011
¿De quién son los primeros 100 días?. (Publicado en Mercados de El Mundo)
Un fantasma recorre España: la duda sobre si nuestro complejo entramado administrativo es suficientemente eficiente y si gasta de manera adecuada los cuantiosos recursos que obtiene de los ciudadanos-contribuyentes-votantes. Tener ideas claras al respecto no significa tener ideas ni simples, ni simplistas. Resulta conveniente reflexionarlo un poco, sobre todo, en vísperas electorales, cuando las promesas tienen padres/madres por contraste con la oscura filiación de las medidas restrictivas que tendrán que adoptar todos los nuevos gobiernos, autonómicos y municipales, en sus primeros cien días.
Es llamativo que una crisis económica sistémica, originada al calor del recurso excesivo al endeudamiento privado como atajo para incrementar la demanda efectiva, acabe en un varapalo al sector público cuyas dificultades financieras son, en gran medida, derivadas de la propia crisis. Pero cuando la propia socialdemocracia europea (y española) se pliega al ajuste público como instrumento principal de política económica mediante la lógica del recorte, la narración de los hechos impone ya un ganador social, cuyo discurso hegemónico se agranda con el tiempo hasta cubrir campos que nada tienen que ver con la situación inicial.
Así, junto al necesario debate de fondo sobre el tamaño, coordinación y funcionamiento de nuestras administraciones públicas, se superpone, con urgencia, el más coyuntural sobre las cuentas y las medidas necesarias para cumplir con las supuestas exigencias de los mercados sobre ritmos e intensidades en el recorte de los déficits y las deudas públicas. Y en esto, conviene ser muy claro: si queremos cumplir con el Programa de Estabilidad remitido a Bruselas, las Comunidades Autónomas y las Corporaciones Locales tendrán que aprobar un duro plan de ajuste en cuanto se constituyan los nuevos gobiernos tras las presentes elecciones. Unos más que otros, pero todos a la vez.
Con lo hecho hasta ahora, aunque parezca mucho, no será suficiente. Y menos, en un escenario de bache económico cuyo menor crecimiento repercutirá de forma todavía más negativa sobre los ingresos de las administraciones. Y con la amenaza latente de que la confluencia en el tiempo de esta necesaria segunda vuelta en el ajuste presupuestario territorial, incremente su impacto recesivo sobre la economía real, aproximándonos a un círculo nada virtuoso de decrecimiento.
Visto lo visto, la primera decisión que adoptarán los nuevos gobiernos autonómicos y locales tras las elecciones será encontrar a quien echarle la culpa del necesario recorte adicional. Si cambia el signo político de quien gobierna, el asunto es fácil: las cosas estaban peor de lo que contó el anterior gobierno y se debe adoptar medidas duras apelando a la responsabilidad que faltó a los antecesores. Por el contrario, si no cambia el signo o, incluso, son las mismas personas, tienen que encontrar un culpable externo que no puede ser otro que el Gobierno de España. En algunos casos, como estamos viendo en Cataluña, se unen ambos argumentos, sin solución de continuidad.
Pero una cosa será la gestión política de la culpabilidad en un contexto de pre elecciones generales y otra, la gestión concreta de las medidas concretas y sus efectos concretos. De no asistir a una especie de rebeldía generalizada en forma de incumplimientos sistemáticos de los compromisos de deuda y déficit, como si Comunidades y Ayuntamientos no formaran parte del Estado español o como si no les fuera a afectar las consecuencias de un posible incumplimiento de los mismos, los primeros cien días de los nuevos gobiernos serán fundamentales para decidir nuestro futuro en el contexto de una Europa que vuelve a mirar con suspicacia a los países periféricos del euro entre los que nos encontramos.
Para administraciones de proximidad, prestadoras de servicios básicos para los ciudadanos, será difícil encontrar masa suficiente de ajuste presupuestario sin entrar en la revisión de alguno de los capítulos esenciales de gasto e inversión social. Podemos suprimir altos cargos, eliminar lo superfluo y rebajar el sueldo a los responsables políticos, pero será insuficiente. Por eso, lo razonable sería aprovechar la oportunidad para proceder a una revisión en profundidad de algunas actividades asumidas por las administraciones territoriales y de la manera en que se prestan algunos servicios. En ese sentido, habría que establecer en los primeros cien días de los nuevos gobiernos, un programa articulado y global de reformas que reduzcan el gasto de manera ordenada, en lugar de limitarse a aprobar medidas de recorte lineal, sin más sentido que la calculadora.
Un programa que debe someter a revisión profunda la totalidad de sus capítulos presupuestarios y, en esencia, de su propia razón singular de ser y responder, al menos, a tres preguntas: primera, ¿debo seguir prestando este servicio? Es decir, analizar si se tiene competencias para hacerlo (un tercio de las actividades de los ayuntamientos son “competencias impropias” según reconocen ellos mismos) y si tiene sentido mantenerlo en el momento actual de crisis. Segunda pregunta, ¿presto este servicio de la mejor manera posible? Evaluando, con ello la eficiencia y eficacia del mismo, tanto en su coste como en la adecuada participación de los usuarios en su financiación. Tercero, ¿me coordino adecuadamente con las otras administraciones para prestarlo? Lo que abre todo el abanico de opciones que van desde el consorcio, las centrales de compra, la revisión del papel de las Diputaciones o la adecuada gestión conjunta interadministrativa (un tercio de las competencias estatutarias son compartidas con otras administraciones).
Sólo después de haber elaborado en los primeros cien días un Plan estratégico que responda a este análisis casi existencial y de eficiencia, podremos reivindicar cambios en el modelo de financiación o una distinta atribución de esfuerzos en el ajuste entre los distintos niveles administrativos del Estado. Hacerlo al revés, en un intento de utilización de las instituciones territoriales en el ya ancho campo de batalla partidista, con vistas a las generales, será no haber entendido la gravedad de la situación económica, ni el elevado nivel de malestar ciudadano respecto a lo público, que puede llegar a cuestionar la legitimidad de las mismas instituciones de la democracia que, se pervierten, cuando no funcionan bien y con transparencia.