La primera Gran Recesión del siglo XXI, en la que todavía estamos instalados algunos países, tiene ya una importante bibliografía a la que se acaba de unir el informe elaborado por la “Financial Crisis Inquiry Commission” constituida en Estados Unidos con el objetivo de “entender lo que ha pasado”, para evitar que vuelva a ocurrir. Una Comisión parlamentaria bipartita que tras 18 meses de trabajo y más de 700 entrevistas, no ha podido elaborar unas conclusiones unitarias aunque, leídas las de la mayoría demócrata y el voto disidente de los republicanos “oficiales” (que han aislado al representante del Tea Party), resulte difícil encontrar diferencias irreconciliables más allá del especial cuidado puesto por los últimos en defender lo hecho ante la crisis por la administración de Bush.
Demócratas y republicanos de la Comisión coinciden en señalar que “la crisis pudo evitarse”. Y, aunque descartan por simplista el recurso a la avaricia como explicación, señalan que, en realidad, fue resultado de un conjunto de “errores humanos, equivocaciones y delitos” que condujeron a un “fallo sistémico”. Y ese es el punto sobre el que quiero reflexionar: la Gran Recesión, ¿ha sido resultado de un conjunto de circunstancias anómalas que han coincido en el tiempo de manera casual?
Reconocer que pudo evitarse es tanto como decir que hay responsabilidad exigible a quienes pudiendo evitarlo, no lo hicieron. Pero, al mantener la explicación causal en el marco de la acción humana volitiva en lugar de residenciarlo en la lógica de un sistema económico en el que las crisis son recurrentes, nos movemos en el terreno de la fenomenología donde una detallada descripción de lo que ocurre, no puede sustituir a una rigurosa explicación del por qué ocurre.
Señalar que, de alguna manera, la mayor crisis desde hace setenta años es debida a un “cisne negro”, algo inesperado, imprevisible, aleatorio e improbable de que se repita, puede tranquilizar conciencias. Pero, con ello, nos aproximamos a un ámbito moral, buscando culpables a los que señalar, pero nos alejamos del marco metodológico de la ciencia. Si buscamos la respuesta a una ruptura de la actividad económica tan profunda como la que hemos vivido, en el comportamiento humano (“una causa esencial de la crisis fue la desastrosa gestión de riesgos llevada a cabo por los lideres de algunas entidades financieras”), en hechos sin dueño (“grandes afluencias de capitales provenientes de China y de países productores de petróleo”), en coadyuvantes necesarios (“esta crisis no hubiera podido ocurrir sin las agencias de rating y su comportamiento”) o, como mucho, en que “el sistema no funcionó como debía”, podemos estar fotografiando adecuadamente la realidad, pero sin aportar ni un gramo a su comprensión.
Los ciclos económicos han representado, de siempre, un elemento incómodo para los economistas cuya doctrina principal se basa en la imposibilidad ontológica de que ocurran, si todo funciona como debe. Si todos los agentes económicos ajustasen sus decisiones a lo que dicen los modelos que deben hacer, entonces viviríamos en equilibrios generales permanentes, sólo alterados por golpes imprevistos o por desviaciones “irracionales” y sorpresivas de algún participante en el juego, respecto a la línea optima de comportamiento. Así, la llamada ciencia económica, en lugar de ayudar a entender el por qué de lo que ocurre (crisis), se empeña en señalar que si todos cumpliéramos los diez mandamientos de la economía, viviríamos en el cielo de Pareto.
Con estas premisas, no resulta extraño que el informe recién presentado por la Oficina de Evaluación Independiente sobre el Desempeño del FMI en el período previo a la crisis financiera y económica apunte que “el FMI proporcionó pocas señales claras de advertencia sobre los riesgos y vulnerabilidades vinculadas a la crisis inminente antes de que estallara”. No lo esperaba porque no está en su horizonte epistemológico, en parte, debido a su “continuo optimismo” y a su “creencia” en la capacidad de los mercados para equilibrarse. Por cierto, que sobre esto último, las conclusiones de la Comisión americana apuntan, sin empacho, que “entre 1999 y 2008, el sector financiero dedicó 2,7 billones americanos de dólares en actividades de lobby a nivel federal, para conseguir reducir las regulaciones y controles sobre sus instituciones, mercados y productos”.
Leyendo lo que se va publicando sobre la crisis llegamos a saber con toda precisión lo que ocurrió el fin de semana en que se dejó caer a Lehman Brothers, incluyendo lo que dijeron unos y otros en las frenéticas reuniones mantenidas. O cómo la excesiva concentración de riesgos en productos financieros con base endeble, facilitó el contagio entre las entidades. Pero seguimos, con pocas excepciones, sin comprender cómo fue posible que todo esto ocurriera, sin que “nadie dijera, no” o lograra detenerlo a tiempo. Y es que esto, requiere un salto conceptual desde un sistema cuya lógica normal lo sitúa cerca del equilibrio de cuya órbita solo sale de manera excepcional como consecuencia de la aparición de “lo impensable”, hasta otro que incorpora las crisis como la otra cara inevitable del crecimiento y a los ciclos como inseparables del funcionamiento de un modelo que se aleja permanentemente del equilibrio.
Un sistema económico que sustituye la acción colectiva por el egoísmo individual y que funciona sobre la base de la propiedad privada y de que cada agente “debe” maximizar sus ingresos a corto plazo y a toda costa, esperando una mano invisible que lo ajuste todo, provoca movimientos espasmódicos en forma de crecimiento depredador y crisis recurrentes. Si la aplastante evidencia histórica confirma esa realidad, agudizada por la globalización, tendremos que introducir elementos, aparentemente exógenos al propio modelo, que ayuden a contrarrestar el predominio hegemónico de unos incentivos que, a la postre, acaban siendo perversos para la mayoría. Me refiero a una adecuada intervención pública - impuestos, gasto público, regulación, sanciones- y a unas reglas colectivas reforzadas - contrapesos sindicales, responsabilidad social corporativa, códigos de conducta, transparencia etc-. No hacerlo así, es obligarse a pintar un cisne de negro, cada vez, para que parezca que la crisis de siempre es, cada vez, un fenómeno extraño.
15.02.2011 a las 21:06 Enlace Permanente
16.02.11.
Estimado Jordi:
Enhorabuena por tu artículo. Has descrito en un lenguaje tan profundo como coherente, casi la totalidad de las razones que están aquejándonos. Cuando dices que entre 1999 y 2008, el sector financiero dedicó 2,7 millardos de dólares en actividades de lobby a nivel federal, para conseguir reducir las regulaciones y controles sobre sus instituciones, mercados y productos, no es comprensible que los adláteres del FMI no conocieran lo que se estaba cociendo.
En tu artículo le atribuyes a la Comisión del Senado noreteamericano la frase: “No se puede descartar por sismplista el recurso a la avaricia como explicación a la crisis; que en realidad fue el resultado de un conjunto de errores humanos, equivocaciones y delitos que condujeron a un fallo sistémico” Y digo yo ¿no será que en función del argumento mencionado en el párrafo anterior ¿ la impericia y desvergüenza que confirieron demócrata y republicanos a las actividades y sinrazones del mercado, no estuvieron motivadas por algo más que esa exoneración con la que pretenden indultarnos?
Si hay algo más ¿cuáles son las que se esconden tras esa categoría de lo simple? Dijeron que la enjundia de esta crisis pudo haberse evitado. Y en este contexto, como tú muy bien dices, “Si la aplastante evidencia histórica confirma esa realidad, tendremos que introducir elementos, como una adecuada intervención pública - impuestos, gasto público, regulación, sanciones- y a unas reglas colectivas reforzadas - contrapesos sindicales, responsabilidad social corporativa, códigos de conducta, transparencia etc-.” Pero esto solo no puede liberarnos. Podrá hasta cierto punto controlar lo que anteriormente llego a considerarse como “errores”; lo que nunca llegará a superar, será lo que se contempló como “simplista” Para eso hace falta llevar a cabo una reestructuración del modelo de economía de mercado; es decir, hay que injertar al olmo.
de Gregorio
16.02.2011 a las 11:09 Enlace Permanente
El contexto imperante no anuncia tampoco cambios para evitar costes sociales importantes, ni posibilidad alguna de evitar similar situación en el futuro próximo.
La oportunidad desperdiciada con el primer G-20, es una realidad aplastante, que lleva a nuevas crisis como la de las inversiones en infraestructuras para soportar internet.
Lo cierto es que las explicaciones de comisiones parlamentarias, ni de agencias internacionales son válidas. Todo el mundo sabía que más tarde o temprano la cosa estallaría…
En el fondo, el problema es el sistema, que no funciona y en el que se insiste para ver si encajamos, como decía el presidente de HP, el proeblema, el drama, el fallo, es del sistema…
Saludos!
Gustavo
neocivis.es