La economía no es una ciencia exacta. De hecho, existen dificultades para otorgarle una categoría epistemológica que vaya más allá de protociencia, lo cuál no excluye que sea un conjunto sistemático de saberes con algunas relaciones causales sólidamente establecidas. Pero, hasta ahora, ha sido incapaz de establecer leyes aceptadas por la comunidad de científicos, en base a las cuales hacer predicciones falibles salvo en las condiciones de laboratorio que son los modelos matemáticos y, aún así, con tantas restricciones que estrechan demasiado la validez práctica de sus conclusiones.
Se ha dicho, como problema, que en economía no se puede experimentar como hacen las ciencias naturales. Pero, a cambio, ningún físico ha viajado por un agujero negro regresando para contar sus experiencias, mientras que los economistas hemos transitado por varias crisis económicas, sin que de ello hayamos sabido aprender nada inequívoco que nos permita evitar la siguiente. La división de los economistas en escuelas económicas, con gran componente ideológico cada una de ellas, es la mejor prueba de su debilidad como ciencia.
Trasladado todo esto a la toma de decisiones, a la política económica, donde a lo dicho se suma las creencias, la información parcial, las presiones de los distintos grupos sociales en función de sus intereses y los cambios inducidos por una realidad en permanente movimiento, parece inevitable la existencia de predicciones distintas sobre la evolución de la coyuntura y debates acalorados sobre propuestas que pretenden conseguir el mismo fin por caminos encontrados. No me atrevo a englobar el amplio conjunto existente de alternativas en dos grupos homogéneos y a llamarlos de “izquierda” y de “derecha”, pero si a señalar que según predomine una visión liberal o socialdemócrata de la sociedad, se deducirán propuestas concretas diferenciables por las distintas ponderaciones del peso de lo público en la lucha por la igualdad real de oportunidades o del papel de la solidaridad fiscal en la consecución de la equidad.
Así, parece inevitable que haya enconados debates sobre si la mejor manera de crear empleo es abaratar el despido; cómo vivir más años trabajando el mismo tiempo y sin perder riqueza individual; si es posible recuperar competitividad sin recortar salarios o cómo afecta la crisis al nivel de desigualdad social.
Aunque ha habido unanimidad en los países del G-20 para tirar mano del Estado en su lucha contra la crisis y sus efectos, ahora existe división entre una visión europea más centrada en restringir el gasto para controlar el déficit público a toda costa, mientras en USA predomina la necesidad de continuar con los estímulos presupuestarios selectivos como instrumento de consolidación de la recuperación incipiente. Las dos opciones tienen argumentos de peso a favor y en contra. El gasto público financiado mediante deuda ha sido productivo como se deduce por los temores que su recorte suscita en los mercados, por su impacto negativo sobre la recuperación. Por ello, puede que no haya mejor estrategia para reducir el déficit mañana de manera sostenible que fomentar el crecimiento económico, aunque sea mediante estímulos públicos que, hoy, lo incrementan transitoriamente, salvo que reajustamos el conjunto del gasto tras evaluar su eficiencia.
En todo caso, el déficit debe financiarse y si no existen prestamistas que lo hagan a un precio aceptable, tenemos un problema serio. Tal vez por eso, USA ha empezado por reformar en profundidad su sistema financiero, mientras que en la UE seguimos al albor de especuladores mas temerosos que bien informados. La estrategia europea se basa en uno de esas ideas económicas que no todo el mundo acepta: que la deuda pública desplaza a la privada, por lo que el incremento del déficit público perjudica a la inversión privada al elevar los tipos de interés. Este principio, llamado efecto expulsión, no se ha podido demostrar empíricamente. Primero, porque una parte sustancial del gasto público tiene un claro efecto arrastre sobre la inversión privada (véase el debate español del verano sobre los recortes en infraestructura). Segundo, porque el déficit público aumenta cuando hay crisis, es decir, cuando la inversión privada nueva ya se ha ralentizado previamente. Tercero, porque con tipos de interés elevados (como en la crisis de los 90), reducir el endeudamiento público puede ser expansivo, al ayudar a rebajarlos. Pero con los actuales tipos cercanos a cero, ese efecto, no se produce.
Discusiones similares se producen entorno a los impuestos. El PP sigue manteniendo la tesis, nada científica, que el profesor Laffer dibujó en la servilleta de un restaurante según la cuál, bajar tipos impositivos anima la actividad y, con ella, la recaudación global. Tampoco se ha podido demostrar nunca, confundiendo a menudo efectos con causas ya que en España ha ocurrido al revés: el crecimiento inducido por los bajos tipos de interés asociados al euro llenó las arcas públicas, permitiendo con ello rebajar impuestos (a menudo confundiéndolo interesadamente con la deflactación, o ajuste de la tarifa por la inflación) sin que la recaudación se redujera. Luego, como bajar impuestos pasó a ser también de izquierdas, las alternativas tributarias se han desvirtuado, hasta el punto que ha sido un gobierno socialista quien ha suprimido el impuesto sobre el patrimonio.
Las controversias en economía son, por tanto, consustanciales al propio carácter de esa ciencia social. Se podría elaborar muchos libros como aquel escrito por Abelardo en el siglo XII, después de haber roto con Eloisa, y del que hemos tomado el título, en el que reunía argumentos de distintas autoridades de la Iglesia, a favor y en contra de las principales cuestiones teológicas, para demostrar que no basta con criterios de tradición sino que hay que apelar, también, a la razón para introducir orden.
Lo sorprendente en España hoy, es la sustitución de debates económicos por cruces de eslóganes e insultos, la carencia de alternativas ante los problemas tanto por parte de la oposición, como de sindicatos o empresarios, mas las rectificaciones y bandazos del Gobierno que hace bueno lo que antes era malo. A lo que se ve, tampoco la política a secas, es una ciencia.