2009
Muchos vagones no hacen un tren. (Publicado en Mercados de El Mundo)
Tiene que salir bien. En beneficio de todos, la apuesta del Gobierno en favor de un cambio del modelo productivo desde la cantidad y el precio, hacia la calidad y el valor añadido, tiene que salir bien. Cuando escribo este artículo no conozco el contenido de la Ley de Economía Sostenible. Y, la verdad, da un poco lo mismo, porque la literalidad se puede corregir mediante ese «empuje colectivo» que reclamaba Zapatero.
Como nadie puede declarase a favor de una economía «insostenible», hay que compartir los objetivos. Aunque parezca insuficiente el articulado inicial. Aunque pueda rechinar que se traslade aquí todo lo que se debió hacer en la estrategia de lucha contra la crisis económica y no se hizo. Aunque tengamos derecho a pedirle al Gobierno que no caiga en el adanismo de intentar hacernos creer que su gestión empieza ahora, como si no hubiera estado cuatro años colgándose las medallas derivadas del modelo de crecimiento insostenible anterior -reducción de la tasa de paro, surpasso en PIB per capita a Italia y superávit presupuestario, son deudores del ladrillo- o como si no hubiésemos visto sus dificultades para gestionar otra Ley emblemática, la de Dependencia, que tres años más tarde sigue manteniendo sin evaluar a más de un 40% de dependientes potenciales. Malgré tout, apoyo a una iniciativa que debe ir más allá de la pelea partidista que, en estos asuntos, tanto aleja a los ciudadanos de la política.
La búsqueda de una economía sostenible viene impuesta por las dos leyes de la termodinámica. Así lo han entendido, al menos, todos aquellos que han desarrollado la llamada bioeconomía. La primera ley establece la conservación de la energía, que ni se crea, ni se destruye. Si no se crea, es un recurso escaso. Por tanto, hay que tratarlo como tal mediante mejoras tecnológicas que reduzcan la cantidad de energía incorporada en cada producto o servicio.La segunda ley habla de la degradación de la energía, la entropía, que, en este contexto quiere decir dos cosas: los procesos que utilizan energía son irreversibles y dos, la transformación de la energía es imperfecta, no toda ella se convierte en trabajo, porque una parte creciente se disipa en forma de calor haciendo que cada vez haya menos en forma utilizable, incrementando el desorden en el sistema. Sobre estas dos leyes físicas se construyó en los años 70 la teoría de los límites al crecimiento fundamentada en la limitación de recursos naturales no reproducibles. Y, de acuerdo con ellas, se fundamenta ahora el cambio climático como consecuencia del calor desprendido por la transformación de las energías fósiles con elevado carbono.
La conjunción de ambos asuntos obliga a un cambio de perspectiva en los problemas económicos, pasando de lo que Boulding llamó la «economía del cow-boy» basada en la apariencia de recursos naturales ilimitados y siempre con otros nuevos por descubrir tras la «frontera», a una «economía de nave espacial tierra» en la que tenemos que ser muy cuidadosos tanto con la utilización eficiente de recursos escasos, como con el tratamiento de desperdicios crecientes que no se pueden volatilizar.
Pasar de vivir sólo del patrimonio acumulado (energías fósiles) y empezar a hacerlo más de las rentas (energías renovables) es un proceso largo, complejo y parcial -la energía procedente del carbono seguirá siendo mayoritaria dentro de tres décadas- que no encuentra respuesta adecuada mediante el mecanismo de los precios. Este «fallo del mercado» justifica la intervención pública.
Hasta aquí, los vagones. Pero si queremos que esta norma sea mucho más que una de las antiguas Leyes de Acompañamiento a los Presupuestos, su texto debe señalar bien la ruta que nos conduce a ese modelo alternativo (la vía) y necesitamos una potente locomotora que convierta la simple acumulación de vagones, en un tren, a ser posible, de alta velocidad.
Esa locomotora sólo puede ser la credibilidad que sea capaz de conseguir el Gobierno en la seriedad de una apuesta de país, que debe mirar antes a las próximas generaciones, que a las próximas elecciones. Y la credibilidad se gana mediante dos cuestiones destacadas: primera, empezando por aplicarse el Gobierno las medidas a sí mismo y al conjunto de la Administración: rehabilitación de todos sus edificios con planes de reducción de emisiones de carbono, compra por el parque móvil de coches híbridos o eléctricos, plena aplicación de la ley de administración electrónica con teletrabajo, incluir en su contratación el requisito de sostenibilidad de proyectos y empresas, etc.
La segunda manera tiene que ver con el método. Hablamos de un proceso de transformación que no es posible llevar adelante sólo con las únicas fuerzas del propio Gobierno. Necesitamos al conjunto de las administraciones y a toda la sociedad empresarial y ciudadana, que deben llevar a sus ámbitos de vida y trabajo decisiones complementarias en la misma dirección. La norma podrá incentivar o/y sancionar, pero quien debe hacerlo, para que sea un éxito, será la iniciativa privada. Observar la cantidad de bombillas de bajo consumo regaladas por el Gobierno y que se han quedado sin recoger en las estafetas de correo, es una muestra patente de que estamos ante un reto que exige, de todos, algo más que una foto, aunque sea la del Presidente sin corbata en verano.
El desafío no es fácil. Sobre todo, porque partimos de una realidad: una economía con cuatro millones de parados ya no es sostenible de por sí. Y será crucial entender que la economía que buscamos tiene que ser compatible con darles oportunidades de empleo a los parados que hay, la mayoría de los cuales tendrían muy difícil reconvertirse en trabajadores con bata en un laboratorio de investigación. El objetivo será conseguir que los sectores tradicionales absorban mano de obra, incorporando la filosofía de competir por hacerlo mejor y no por hacerlo más barato ya que la economía es sostenible por una cuestión de vectores y no de sectores de producción. La ley será mejorable. Sin duda. Pero, a veces, no sólo Dios escribe recto en renglones torcidos.