El candidato republicano a la Casa Blanca, J. McCain, ha dicho que la crisis actual se ha producido «por la ambición y por la corrupción de Wall Street». Mientras, los gobiernos americano y británico están realizando, con cargo a los contribuyentes, la mayor y más costosa operación de intervención en la economía desde los años 30, con nacionalizaciones incluidas.
No hace tanto, sin embargo, lo dominante era hablar de los mercados financieros internacionales como de una máquina casi perfecta que engrasaba con su ingeniería crediticia la larga etapa pasada de crecimiento económico. Es cierto que, a veces, se producían burbujas especulativas, como las vividas con las llamadas puntocom, que provocaban sacudidas, pronto acotadas por la sabia inyección de liquidez desde los bancos centrales y desde los propios mercados cuya desregulación creciente permitía una variedad infinita de fórmulas ingeniosas para mover el dinero por todo el mundo.
¿Qué ha pasado entre medias? ¿Es que los mercados se han vuelto tontos o es que nunca fueron tan listos como parecía? Si descartamos errores humanos individuales o corrupciones, como las que se dieron en el caso Enron, tendremos que buscar los problemas en el funcionamiento mismo del modelo económico. Algo debe explicar por qué se ha dejado hinchar una burbuja especulativa en-torno a la vivienda y por qué ha estallado con efectos devastadores.
Hubo una vez un filósofo moral que sostuvo que la búsqueda egoísta del propio interés produciría el equilibrio social, siempre que se dejara actuar con libertad a los individuos. El libre mercado era, para Adam Smith, el único marco institucional que aseguraba el mayor bienestar económico para todos. Años más tarde, otro filósofo social, Carlos Marx, señaló que si el mercado se fundamentaba en la propiedad privada de los medios de producción generaría tendencias autodestructivas en forma de crisis económicas recurrentes y de una fuerte tendencia a los oligopolios. Y, todavía, años más tarde, otro filósofo de la economía, Keynes, constató que los mercados tienen muchas deficiencias e insuficiencias, fallos que le llevan al desequilibrio y a la crisis que sólo superan si interviene otro agente económico poderoso, como el Estado, con una lógica distinta.
En los últimos años, y sobre todo desde la caída del Muro de Berlín, nuestro sistema económico capitalista globalizado ha vivido muy de cerca de la realidad descrita por Marx, pero con un discurso ideológico liberal smithiano y una práctica política keynesiana. Sólo la coexistencia esquizoide de estas tres visiones permite entender lo que está pasando.
Visto ahora, parece difícil de creer que los mercados financieros hayan caído víctimas de instrumentos tan peligrosos y opacos, como los derivados de las hipotecas sub prime, sin preocuparse por sus problemas potenciales. Tal vez los mercados no sean tontos, pero son pocas personas las que toman decisiones en los mismos, y lo hacen, siempre, con información insuficiente, cuando no directamente errónea. Y movidos por un incentivo fundamental: ganar dinero ahora, despreocupados del medio plazo, porque del ahora depende su sueldo, los beneficios de su empresa, el valor de la acción y su capacidad para crecer y seguir operando.
El recurso al intervencionismo keynesiano aplicado de manera masiva en Estados Unidos como fórmula para evitar males mayores responde, sin duda, a que los merca-dos financieros, dejados a su libre albedrío, no se autorregulan sino que generan comportamientos perversos que conducen inevitablemente a su destrucción periódica, llevándose por delante una parte de la riqueza acumulada. El problema no es pues la avaricia de unos cuantos, sino cuánta lógica avara necesita el sistema para funcionar. Sería como si la fuerza (el crecimiento), no pudiera existir sin su reverso oscuro (la crisis) que tiene que hacerse presente de tanto en tanto para mantener el equilibrio cósmico del sistema.
Entonces, con independencia de que cada crisis es siempre distinta a la anterior, conviene aplicar severas restricciones a los mercados financieros, como ha hecho EEUU con una profunda reforma del sistema de regulación y control de la Reserva Federal. Pero siendo conscientes, primero, de que esa mayor supervisión significa poner freno a la creatividad de los mercados para crear liquidez, con lo que el conjunto de oportunidades se reducirá aunque se gane en estabilidad. Y, segundo, de que seguimos teniendo un agujero negro importante en la medida en que la globalización de los mercados financieros internacionales no se ha visto correspondida por la de las normas e inspección, que sigue siendo, en gran medida, nacional. Esto último es especialmente importante cuando entran en acción agentes globales nuevos como los fondos soberanos de países productores de materias primas o entidades financieras de China o India.
Por tanto, no podemos hablar más de mercados que funcionan siempre bien (Smith), sino de un sistema imperfecto por definición (Marx), que sólo hace bien las cosas si hay intervención reguladora del Estado (Keynes). Los mercados son lo que son. Ni menos, ni más. Y no deberían imponer su lógica al conjunto de la sociedad ni, mucho menos, deberíamos permitir, como acaban de hacer los ministros de finanzas de la Unión Europea, que unos mercados con tendencia intrínseca demostrada a comportamientos irracionales nos dicten lo que podemos o no podemos hacer con nuestra política económica. Y menos con aquellas medidas que intentan paliar el paro y la pobreza en que se traducen, para muchos, los fallos de esos mismos mercados.
Ante los bruscos acelerones de esta crisis sin final próximo, no es un estado de excepción que suspenda de forma temporal las leyes del libre de mercado –como ha pedido el presidente de la CEOE– lo que hace falta, si-no una profunda modificación de esas leyes y del modelo.
Los seis principales bancos centrales del mundo acaban de anunciar una coordinación explícita que transmita la sensación de que hay alguien al frente de la situación, intentando hacer algo. Hubiera preferido ver en ese papel a los principales gobiernos democráticos del mundo que parecen sentirse arrastrados por la fuerza de la corriente. Quizá, también eso, deba ser objeto de reflexión, ahora que se ha abierto la veda.