Animados sin duda por la experiencia del «España se rompe», los estrategas del PP pretenden enrocarse ahora con la consigna «La economía se rompe». Hablamos de política y por tanto el objetivo del eslogan no es tanto corresponderse con la verdad (España no sólo no se ha roto, sino que hemos ganado la Eurocopa) cuanto estrechar filas entre los propios y generar dudas entre los apoyos del adversario.
Parece razonable que si el asunto de la crisis económica es opinable, como ha dicho el presidente, pues haya varias opiniones al respecto. Por tanto, resulta lógico incluso que la oposición y el Gobierno discrepen en su análisis de la situación así como en la oferta de soluciones. Pero lo que estamos viendo es otra cosa. Es una enmienda a la totalidad y una descalificación absoluta por parte de la oposición al Gobierno como si no hubiera existido crisis financiera internacional, como si el precio del petróleo fuera el mismo que hace un año, como si no se hubieran adoptado medidas en España. No se trata del típico asunto de la botella medio llena o medio vacía. No. Lo visto en el debate parlamentario de esta semana se aproxima más a la estrategia neocon del enemigo total que ya vimos en la pasada legislatura. Decir, como se ha dicho por responsables populares, que vivimos la mayor crisis de la historia económica española, que se trata de una crisis «perfecta»(¿?), que todo está fatal, sin matices, y que el Gobierno no ha hecho nada de nada, salvo mentir y engañar, es una exageración tan evidente que no puede estar hecha desde el centrismo político. Pero, ¿qué análisis y qué soluciones propone el principal partido de la oposición?
El hilo conductor del discurso económico conservador es la falta de ahorro de la economía española evidenciado en el desequilibrio exterior. Como dicen los manuales, el déficit de la balanza de pagos expresa la existencia de un volumen de inversión superior al ahorro nacional, razón por la que necesitamos financiación fuera. Cuando no hay problemas para conseguirlo en buenas condiciones, disfrutamos de un crecimiento elevado. Cuando, como ahora, hay problemas o se encarece mucho la financiación externa, tenemos que reducir nuestra inversión y aumentar el ahorro interno para no vivir por encima de nuestras posibilidades.
¿De dónde puede venir ese ahorro? De las familias y de las empresas no, pues son las que necesitan recursos y las que más sufren la crisis. Sólo puede venir, por tanto, del sector público, que debe recortar gastos y trasladar dinero a empresas y familias vía reducciones fiscales. Y con ello, ya tenemos tejido el programa económico conservador: rebajas fiscales, con distinto nivel de intensidad y extensión, acompañadas de recortes en el gasto público, a ser posible indeterminados, para no meterse en líos, o en conceptos como gastos superfluos o menos gasto corriente y más inversión (es decir, invirtamos en escuelas pero no gastemos en maestros).Junto a ello, apelaciones genéricas a la flexibilidad laboral y a reformas estructurales sin concretar demasiado.
Hace años que la teoría económica más solvente abandonó este tipo de análisis simplistas, sobre todo en mercados de crédito globalizados. España ha recurrido a la financiación externa desde hace décadas para financiar el tremendo crecimiento experimentado por nuestra economía; nuestra tasa de ahorro privada sigue estando entre las más elevadas del mundo y en los últimos años el sector público ha tenido ahorro positivo mediante superávits presupuestarios.Nuestro problema no es la falta de ahorro. Es más, con el petróleo al precio de cuando gobernaba el PP, nuestro déficit exterior sería mucho menor que entonces. Nuestro problema económico actual tiene que ver con el necesario ajuste interno a los nuevos precios internacionales del dinero y del petróleo que escapan a nuestro control.
Si la situación se describe con exageración excesiva, y el diagnóstico sobre los problemas mira hacia el lado equivocado, ¿qué decir de las soluciones propuestas por el partido conservador? Empezando por las bajadas de impuestos. Cuando acaba de entrar en vigor la segunda rebaja del impuesto de sociedades, los 400 euros, la deflactación de la tarifa y de los mínimos en el IRPF, tras haber suprimido el impuesto de Patrimonio, resulta difícil criticar al Gobierno por no bajar impuestos. Dice el PP que hay que bajar más todavía el Impuesto de Sociedades e incrementar las deducciones a la compra de vivienda. Es una opción, pero que no parece razonable, entre otras cosas, porque de ello no se deduce un mayor ritmo de inversión.
Y algo similar ocurre sobre la propuesta de recorte del gasto público. Se acaba de aprobar el techo de gasto para el año que viene con un crecimiento moderado del 5% nominal. Rajoy propone ir más lejos, con un crecimiento de sólo el 2%, que es más que una congelación en términos reales del gasto público. Si no se quiere que sea recesivo, incrementando los problemas en lugar de resolverlos, supongo que no plantea recortar gastos de inversión, ni gastos sociales, ni gastos comprometidos como los intereses de la deuda o las aportaciones a la Unión Europea. Pues fuera de esto, sólo queda el 20% del gasto público.
Tal y como se reconoce desde el Ejecutivo, los próximos meses serán malos en términos de crecimiento, desempleo e inflación. Es cierto que el anterior Gobierno popular abordó las dificultades económicas cuando las hubo, que también las hubo, con un decretazo que motivó la última huelga general que ha vivido España, mientras que el presidente Zapatero sigue insistiendo en que no hará recortes sociales, ni con crisis. Pero aún así, lo que los ciudadanos necesitan cuando hay problemas, como ahora, no es ver a sus políticos peleándose en busca de culpables, sino unidos buscando soluciones. Ni España, ni la economía, se rompen. Afortunadamente. Pero en estas ocasiones uno echa en falta un debate racional en busca de consensos, buenos para todos, en lugar de bronca tras unas décimas en intención de voto.