Seguramente es cierto que los gobiernos no deben ser los primeros en dar malas noticias económicas, aunque no hacerlo a tiempo les haga parecer alejados de la realidad. Hace un año, cuando se publicitó la crisis de las hipotecas basura en Estados Unidos, la inmensa mayoría de analistas españoles apenas anotaron incidencias en sus previsiones para nuestro país, afianzando con ello la declaración presidencial de que España era inmune a ese problema.
Si analizamos la evolución de las previsiones económicas realizadas sobre España en el último año por todos los organismos internacionales y por el consenso de analistas económicos nacionales, el Gobierno se situó siempre en la parte alta, pero dentro del intervalo que definía el escenario central. Con ello ha podido equivocarse, como todos. Por cierto, incluido el PP, que presentó su programa electoral acompañado de un cuadro de previsiones económicas muy optimista respecto a lo que está pasando ahora.
El Gobierno ha podido, además, pecar de exceso de prudencia por no correr a apuntarse al catastrofismo. Ha podido con-fundir anunciando medidas todas las semanas para hacer frente a un problema que no reconocía como tal. Ha podido, incluso, con ello, cometer un error de evaluación política que ya está pagando en las encuestas. Pero es una exageración injusta, acusarle de haber mentido y engañado a los ciudadanos por razones electorales como dicen algunos, encabezados por el renovado líder de la oposición protocentrista, que parece empeñado en volver a encontrar excusas ajenas a su segunda derrota electoral como ya lo intentó con la primera.
En los últimos 20 años, España ha atravesado otras dos situaciones de dificultades económicas importantes. La primera fue en 1992/93, con una caída del PIB hasta tasas negativas y más de un millón de empleos destruidos. La segunda en 2000/02, cuando el crecimiento cayó más de tres puntos porcentuales y la inflación se elevó por una brusca subida del precio del petróleo. Y de ambas hay tres conclusiones que quiero comentar.
En primer lugar, que en momentos de cambio de tendencia lo más racional en cuanto a previsiones económicas es situarse en el pesimismo. Sobre todo si no se te exigen responsabilidades por ello. ¿Por qué? Porque lo malo siempre tiene más notoriedad en la sociedad mediática en que vivimos que lo bueno. Anunciar que todo va a ir bien no encuentra hueco, frente a la previsión de una catástrofe que es deglutida de inmediato por el sistema. Luego, pueden ocurrir dos cosas: que aciertes, en cuyo caso tienes el éxito asegurado, o que no aciertes, en cuyo caso, como no ha ocurrido la desgracia anunciada, la gente contenta se olvida enseguida de ti y de lo que anunciaste, sin demasiado coste para el agorero.
En segundo lugar, que las intervenciones públicas en auxilio de empresas privadas concretas deben evitarse salvo que, con ello, eludamos,con claridad, un perjuicio colectivo mayor, cosa que sólo suele ocurrir cuando se trata del sector financiero, como ahora en Reino Unido o EEUU y antes aquí con Banesto.
En tercer lugar, que, en general, se equivoca quien piense que una crisis económica perjudica al Gobierno y favorece a la oposición de turno. Dentro de que nadie tiene la receta para ganar comicios, parece demostrado que intentar aprovechar el aumento del paro para propiciar un cambio de partido en el Gobierno es una estrategia perdedora. Así ocurrió en las elecciones de 1993 y en muchos ejemplos internacionales que se pueden traer a colación.
Cuando lleguen las próximas elecciones generales, la crisis actual será cosa del pasado (y si no es así me habré equivocado, pero no estaré engañando, porque lo creo en base a datos objetivos y racionales). Pero, además, en épocas de dificultades y ante problemas graves, lo que la gente pide a sus políticos es capacidad de acuerdo, de pacto, de arrimar el hombro. La inmensa mayoría de los ciudadanos no están tan interesados en buscar culpables como en encontrar soluciones a sus problemas. Y la confianza que deben transmitir los políticos está relacionada de manera directa con la cantidad de responsabilidad que sean capaces de asumir.
Por eso creo un error que quien está en el Gobierno y quien aspira a estarlo se enroquen en la confrontación, el insulto y la descalificación a la hora de presentar a los españoles sus argumentos ante una crisis que no basta con describir. Hay que decir lo que se propone, en concreto, para paliarla y superarla, más allá del pleno funcionamiento de los estabilizadores automáticos que, por ejemplo, permiten que hoy 300.000 personas más que hace un año estén cobrando ya prestaciones por desempleo.
Parece evidente que hay varias maneras de afrontar una crisis económica. Recortando derechos sociales (decretazos) o manteniéndolos. Pero en es-te segundo caso habrá que buscar el ajuste por otro lado, porque lo que no resulta creíble es que haya «casi un frenazo» económico pero nada cambie. Me parece valiente que el presidente se empeñe en pro-clamar su voluntad política de que no haya retrocesos socia-les con la crisis, así como que se preocupe de manera especial por los más débiles. Pero alguien tendrá que apretarse el cinturón si somos más pobres como consecuencia del mayor precio del petróleo, de la caída de las bolsas o del in-cremento del paro y de los concursos de acreedores.
Ese reparto del coste de la crisis debería negociarse y pactarse entre los interlocutores socia-les, por supuesto, pero, también entre partidos políticos. No porque la situación sea de emergencia nacional, que siendo grave, no lo es (y si me equivoco, etcétera), sino porque permitirá afrontar mejor y con más equilibrio los esfuerzos necesarios para salir de esta etapa de dificultades, que irá a peor en los próximos meses.
Seguramente hoy, a tres días del encuentro Zapatero-Rajoy, en ambos lados se debaten entre acordar o confrontar respecto a la situación económica. El primero que dé un paso creíble hacia el acuerdo, gana. Y si, además, lo consiguen, ganamos todos.
Así sea.